Como
cabía esperar, toda una nueva oleada de crónicas periodísticas se desata a raíz
de conocerse la Sentencia condenatoria: La Audiencia condena al cura a 15 años
de cárcel, Un pueblo dividido por el
cura, El Obispado descarta adoptar medidas contra el cura, Manifestación a
favor del cura, Vecinos muestran su apoyo al cura, La acusación solicitará que
el cura ingrese en la cárcel…
No
deja de llamar mi atención que a pesar de esta Sentencia de condena, los pueblos
donde desarrollé mi labor pastoral y donde me han denunciado, salgan a la calle
para demandar justicia e increpar mi inocencia.
No ha sido sólo a mí a quien ha sorprendido esta resolución
condenatoria. Quienes nos conocen, a acusado y denunciantes, no dan crédito a
semejante dictamen.
Mi
confianza en el aparato judicial comienza a resquebrajarse. Como algún medio de
comunicación recoge estos días, manifiesto que sólo han hecho caso a las
acusaciones de los denunciantes. No han
sido, en absoluto, contrastadas, no se han tenido en cuenta los perfiles de
personalidad de esos muchachos, no han servido los muchos testimonios que, al
menos, ponían en cuestión e, incluso, contradecían los hechos que la Sentencia
da como probados. Es tal la confusión que ni la misma Sentencia es capaz de
concretar una sola fecha de los supuestos abusos y, cuando lo hace, ni siquiera
atina en ellas. Es curioso, por ejemplo, que diga que “en el mes de febrero, después de cenar en el restaurante…” o “durante
el viaje realizado en el mes de marzo a Portugal”, cuando los meses de
febrero, desde hace muchos años, ese restaurante cierra por vacaciones y, en
marzo, no hemos realizado ningún viaje a Portugal.
Como Julio César, que según Suetonio, al cruzar el río Rubicón,
límite entre Italia y la Galia Cisalpina, se rebelaba contra la autoridad del
Senado y daba así comienzo a la larga guerra civil contra Pompeyo y los
Optimales, pronunciando su famosa expresión “alea
jacta est”; así también comienza ahora mi guerra personal contra lo que se ha
dado en llamar justicia. No me queda otra alternativa que seguir en la lucha y
recurrir esta Sentencia ante una instancia superior, el Tribunal Supremo.
Como la Sentencia de la Audiencia provincial no es firme, mi
abogado confía en que me permitan seguir en libertad provisional bajo fianza.
Al fin y al cabo, se ha demostrado de forma fehaciente que ni he huido ni he
obstaculizado la labor de investigación de la justicia. Sin embargo, el veinte
de marzo de dos mil tres, cuando se nos cita para comparecer en sede judicial, a
pesar de la oposición de mi abogado y la misma resistencia de mi familia a que
lo haga, llevo en el maletero del coche de mi letrado la bolsa de viaje
preparada por si decretan mi inmediato ingreso en prisión. Aunque la decisión ya debería estar tomada a
las 10 de la mañana, hora para la que me han citado, serán más de dos horas las
que hemos de esperar a oírla. Parece ser, por lo que tuve ocasión de saber más
tarde, que Ponente y Presidente de Sala no acababan de llegar a un acuerdo. Al
fin, como temía, se decreta mi prisión comunicada y sin fianza. Se me
permitirá, eso sí, acudir a la cárcel por mis propios medios y únicamente
custodiado por dos agentes judiciales de paisano. No me esposan y limitan su
labor a seguirnos en su automóvil desde los juzgados a la prisión de A Lama. En
esta ocasión me acompañan mis padres, una de mis compañeras de Instituto, un compañero de curso, sacerdote, y el
abogado. Por cierto que a éste, seguramente con la mejor de las intenciones
para tranquilizar a mi familia, se le ocurrió hacer un comentario muy desafortunado:
“doce años pasan pronto”.
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