lunes, 3 de diciembre de 2012

Diario (41) Prisión comunicada y sin fianza


Como cabía esperar, toda una nueva oleada de crónicas periodísticas se desata a raíz de conocerse la Sentencia condenatoria: La Audiencia condena al cura a 15 años de cárcel, Un pueblo dividido  por el cura, El Obispado descarta adoptar medidas contra el cura, Manifestación a favor del cura, Vecinos muestran su apoyo al cura, La acusación solicitará que el cura ingrese en la cárcel…
No deja de llamar mi atención que a pesar de esta Sentencia de condena, los pueblos donde desarrollé mi labor pastoral y donde me han denunciado, salgan a la calle para demandar justicia e increpar mi inocencia.  No ha sido sólo a mí a quien ha sorprendido esta resolución condenatoria. Quienes nos conocen, a acusado y denunciantes, no dan crédito a semejante dictamen.
Mi confianza en el aparato judicial comienza a resquebrajarse. Como algún medio de comunicación recoge estos días, manifiesto que sólo han hecho caso a las acusaciones de los denunciantes.  No han sido, en absoluto, contrastadas, no se han tenido en cuenta los perfiles de personalidad de esos muchachos, no han servido los muchos testimonios que, al menos, ponían en cuestión e, incluso, contradecían los hechos que la Sentencia da como probados. Es tal la confusión que ni la misma Sentencia es capaz de concretar una sola fecha de los supuestos abusos y, cuando lo hace, ni siquiera atina en ellas. Es curioso, por ejemplo, que diga que “en el mes de febrero, después de cenar en el restaurante…”  o “durante el viaje realizado en el mes de marzo a Portugal”, cuando los meses de febrero, desde hace muchos años, ese restaurante cierra por vacaciones y, en marzo, no hemos realizado ningún viaje a Portugal.
Como Julio César, que según Suetonio, al cruzar el río Rubicón, límite entre Italia y la Galia Cisalpina, se rebelaba contra la autoridad del Senado y daba así comienzo a la larga guerra civil contra Pompeyo y los Optimales, pronunciando su famosa expresión “alea jacta est”; así también comienza ahora mi guerra personal contra lo que se ha dado en llamar justicia. No me queda otra alternativa que seguir en la lucha y recurrir esta Sentencia ante una instancia superior, el Tribunal Supremo.
Como la Sentencia de la Audiencia provincial no es firme, mi abogado confía en que me permitan seguir en libertad provisional bajo fianza. Al fin y al cabo, se ha demostrado de forma fehaciente que ni he huido ni he obstaculizado la labor de investigación de la justicia. Sin embargo, el veinte de marzo de dos mil tres, cuando se nos cita para comparecer en sede judicial, a pesar de la oposición de mi abogado y la misma resistencia de mi familia a que lo haga, llevo en el maletero del coche de mi letrado la bolsa de viaje preparada por si decretan mi inmediato ingreso en prisión.  Aunque la decisión ya debería estar tomada a las 10 de la mañana, hora para la que me han citado, serán más de dos horas las que hemos de esperar a oírla. Parece ser, por lo que tuve ocasión de saber más tarde, que Ponente y Presidente de Sala no acababan de llegar a un acuerdo. Al fin, como temía, se decreta mi prisión comunicada y sin fianza. Se me permitirá, eso sí, acudir a la cárcel por mis propios medios y únicamente custodiado por dos agentes judiciales de paisano. No me esposan y limitan su labor a seguirnos en su automóvil desde los juzgados a la prisión de A Lama. En esta ocasión me acompañan mis padres, una de mis compañeras de Instituto, un compañero de curso, sacerdote, y el abogado. Por cierto que a éste, seguramente con la mejor de las intenciones para tranquilizar a mi familia, se le ocurrió hacer un comentario muy desafortunado: “doce años pasan pronto”.  

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