Hay quienes se empeñan en clasificar a los hombres y etiquetarlos, quienes tienden a concebir
la sociedad humana desde un punto de vista muy particular en el que parecen
solamente existir malos y buenos, ateos y creyentes, gentes de izquierdas y de derechas.
Es como si solamente se pudiera ver en blanco y negro, como si no
existieran matices de grises ni paleta de colores. Si uno advierte que no está de acuerdo con
una ley concreta que promulga el gobierno x, parece que ya fuera porque
pertenece al partido y. Si a uno se le
ocurre manifestar que el equipo de futbol A no ha jugado bien, parece que tendría
que ser porque es del equipo rival B. ¿No somos demasiado maniqueos? Hay
quienes se escudan, para mantener sus posturas, en aquella expresión de Jesús, “o conmigo o contra mí”, que interpretan
de un modo muy singular.
Nunca me he identificado con el programa completo de
ningún partido político. Nunca he sido un gran aficionado al futbol. Sin
embargo, según qué comentario haya hecho en un momento determinado, alguno de
mis interlocutores se ha atrevido a tacharme de izquierdista o derechista o a
identificarme con ser aficionado de tal o cual equipo. Curiosamente, por mucho que uno se esfuerce en
tales casos en decir que es de centro o que no es del equipo de futbol con el
que le acaban de identificar, no le creen. He de reconocer que, en esas
cuestiones, me la trae al pairo lo que cada uno piense. Pero ¿qué sucede en
otras situaciones de la vida? Todos hemos tenido amigos comunes que, por una
razón u otra, en algún momento de la vida se han enfrentado entre ellos. “¿De qué lado estás?” te preguntan
entonces. Aunque les expliques que los problemas entre ellos no tienen por qué
afectar a nuestra relación concreta, siempre hay suspicacias, recelos,
desconfianzas. Puede llegar a pasar que, al final, ambos se enfaden contigo sin
tener ningún motivo concreto. Esto que parece una cuestión baladí, quizás no lo
sea tanto.
La vida, como ya sabéis quienes me conocéis y quienes
seguís mi blog, me ha llevado por derroteros muy dispares, antagónicos incluso.
De ser aquel “curita bueno y entregado”
para unos, pasé a ser, para otros, “el frío y calculador” que debe cumplir
condena. De tener una consideración social y ser visto por muchos como alguien
de quien conviene ser amigo, he pasado a ser un marginado social y a ser visto
como un despreciable delincuente. Nunca he dejado de ser la misma persona. Pero
quienes de mí tienen o no un conocimiento o trato directo se hacen ideas muy
diversas. Lo que piensen, cuando es injusto, duele. Y todavía es mayor el dolor
cuando asocian lo que tú puedas ser o dejar de ser, a tu familia y seres
queridos. ¿Qué culpa tendrían ellos si realmente hubiera yo actuado mal? ¿Acaso
ellos lo tendrían que saber? ¿Lo hubieran querido y deseado así? ¿Tendrían que
abdicar de mí y abandonarme a mi suerte?
Asistimos en demasiadas ocasiones a linchamientos
públicos de personas que han actuado mal, que han cometido crímenes horribles y
deleznables. Y, con demasiada frecuencia, en esos linchamientos no se exonera a
sus familias, al contrario, se carga contra ellas al no poder hacerlo
directamente contra el verdugo. ¿Es realmente justo?
Algunos amigos me han invitado desde facebook a compartir
enlaces en los que se escriben cosas como “se
busca a este hijo de puta por…” o “pena
de muerte para el cabrón que…”. Ni los he compartido, ni los he marcado con
un “me gusta”. “¿De qué lado estás?”, podrían preguntarme. Por supuesto, nunca del
lado de quien delinque, ni de quien hace sufrir a los demás, ni de quien juzga
a nadie sin conocerlo, por perverso que haya sido su comportamiento. ¿Quién soy para llamar nada a nadie? ¿Quién
para juzgar un hecho o a una persona que no conozco? Recuerdo que cuando el
Tribunal Supremo, ante el Recurso de casación de mi causa, aumentaba la pena de
15 a 21 años, un periodista escribió algo así como que no le tembló la mano al
Tribunal para aumentar la pena de aquel a quien no le tembló la mano para
abusar de unos menores. ¿Cómo se puede escribir semejantes barbaridades sin ser
juzgados por ello? ¡Nunca he abusado de nadie! Pero si lo hubiese hecho, ¿cómo
podría saber él si me hubiera o no temblado la mano? No puedo dejar de pensar
en tantos juicios que se hacen de modo temerario sobre las personas. Vuelvo a
repetir una vez más que tengo miedo a los linchamientos públicos, a los gritos de ‘¡penas íntegras!’, ‘¡que
se pudran en la cárcel!’, ‘¡leyes más duras!’. Tengo miedo a los intransigentes,
a los que confían ciegamente en la ‘justicia’. Tengo miedo a los que
olvidan que ‘errar es de humanos’ y que todos, ¡todos!, incluidos los
encarcelados, tienen derecho a cambiar.
Me ha tocado perder trágicamente a dos buenas amigas. El
asesino de una de ellas se suicidó inmediatamente después de perpetrar su
crimen. El asesino de la otra, después de ocultar su cadáver, colaboró en la
búsqueda con amigos y familia, como si nada tuviera que ver en ello. Finalmente
fue descubierto y enviado a prisión. Por entonces también yo estaba allí.
Solicitó verme y me negué. Me pudo la pasión. Advertí al jefe de servicios,
quien venía a acompañarme, que si lo tuviera delante no sabría si levantaría mi
mano para bendecirlo o para estrangularlo. Hoy reconozco que no actué bien,
pero ¿cómo enfrentarse con quien ha segado la vida de alguien a quien has
querido tanto? Es muy difícil.
Esta
misma mañana recibí la llamada telefónica de la madre de quien mató a aquella
chica. Hemos hablado. Está destrozada y conforme con la pena impuesta a su
hijo. Sufre terriblemente por la barbaridad que él cometió. Familia de víctima
y verdugo, no se hablan. A pesar de que sus hijas eran íntimas amigas, hoy
entre ellos solo existe enemistad, odio, rencor. La madre de ella no podrá ver
jamás a su hija. La madre de él, cada vez que vea al suyo, no podrá dejar de
pensar en lo que hizo. ¿Cuál de ellas sufre más? Estoy convencido de que las
dos están viviendo un auténtico calvario.
He convivido con asesinos, con terroristas, con
narcotraficantes, con violadores, con ladrones… No me atrevería a hablar de
ninguno de ellos de un modo genérico y haciendo juicios de valor. Detrás de
cada apelativo que se les pone, hay una persona, una familia, una historia… Por
supuesto, sé que también hay víctimas y no puedo dejar de pensar ni por un
segundo en ellas. Por eso sólo puedo, desde la perspectiva de la fe, recurrir a
Dios y pedirle ayuda. Ayuda para que comprendamos de qué lado hemos de estar,
para que recordemos que estamos llamados a un mundo mejor, aquel en el que “el lobo y el cordero pacerán juntos, y el
león, como el buey, comerá paja, y para la serpiente el polvo será su alimento.
No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte” (Is. 65, 25)
Hola, yo entiendo muy bien lo que estas queriendo decir, yo no juzgo a nadie mas q a el...pero dios mio jamas pero jamas vamos a poder olvidar esos duros dias de potencia sufrimiento ira que non cubria el cuerpo a cada una de las personas allegadas a ella a su familia, fue algo tan subrealista en muchas ocasiones ver q nos ayudo a buscar y lo peor como si nada hubiese pasado; esto no dan mas que ganas de poder hacer justicia uno mismo. magnifico relato este Delmi un beso enorme
ResponderEliminarSí, es verdad, dan ganas de tomarse la justicia por cuenta propia pero ¿qué conseguiríamos entonces? Que sea Dios quien nos juzgue a cada uno y que cada uno tomemos conciencia, siempre, de aquello que hacemos. Tratemos de no dejar que el rencor, el odio o el deseo de venganza se instalen en nuestros corazones. Tratemos de llevar Amor a todo aquel que sufre
ResponderEliminar