jueves, 13 de diciembre de 2012

Reflexión (5) Algunas palabras sobre amistad


       Reflexionar hoy sobre la amistad me lo sugieren las siguientes palabras de un comentario anónimo que me hacen en el blog: “Y en el Huerto de los Olivos también el Señor vio todo lo que le venía encima y sudó sangre…y sus amigos se durmieron”.
            Qué es la amistad, qué tiene, para que tanta importancia le demos en nuestra propia vida y a lo largo de la historia. De ella se ha dicho que es  “la única pasión sin un resabio de peste”, “una obra maestra a dúo”, la que “sabe de placeres que nunca podrán gozar las almas mediocres”, “lo mejor que hay en el mundo”, “un amor que no se comunica por los sentidos”, “el más perfecto de los sentimientos del hombre, pues es el más libre, el más puro y el más profundo”.
            En realidad, los hombres necesitamos de la amistad para realizarnos como personas. Una amistad que, si es auténtica, se fundamentará en la confianza mutua, que se consigue hablando y escuchando, comprendiendo y actuando con sinceridad; que se basará en la lealtad, el servicio, la generosidad y la entrega. Por eso el mismo Maquiavelo afirmaba que “cuando uno ha sido buen amigo, encuentra buenas amistades aun a pesar suyo”.
            Al escribir sobre este tema son muchas las personas, con nombre y apellidos, con rostro, que vienen a mi cabeza. No puede ser de otro modo en alguien cuya vida ha estado ligada de manera tan singular a una misión en la que el Amor a Dios ha de traducirse necesariamente en el Amor al prójimo. Sí, han sido muchas las personas a las que he tratado y a las que he querido como auténticos amigos.
El Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, en el n. 28, recuerda: “la capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del ministerio; las amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren necesitados de comprensión, ayuda y apoyo”. He de reconocer, con tristeza, que la frialdad y el distanciamiento marcan demasiadas veces las relaciones entre sacerdotes. No sé si es más culpa de la formación recibida o del ambiente que nos rodea, además de la propia responsabilidad personal. Quizás las demasiadas ocupaciones y el tener que recorrer tantos kilómetros a diario hacen que se descuide esta virtud de la madura y profunda amistad. Cierto es también que con algunos sí se llega a ella. Tengo a gala el poder vanagloriarme de haberme sentido verdaderamente acompañado y querido por ellos.
Cuando la vida te da un golpe fuerte e inesperado, es cierto que la fe ayuda a verlo de un modo distinto pero, como no somos ángeles, sino seres humanos de carne y hueso, sentimos la necesidad de vernos acompañados por nuestros amigos. Recuerdo cuánto ánimo recibí al comprobar que, después de un día entero en los calabozos y el juzgado, había amigos esperándome. Los hubo también en los días, meses e, incluso, años sucesivos. Quienes habían comenzado siendo feligreses, alumnos o compañeros de instituto, acabaron convirtiéndose en auténticos amigos.
Dejadme que os cuente algo que dejó una profunda huella al inicio de mi personal odisea. Alguien con quien me había enfrentado, quizás por cuestiones de perspectivas ideológicas o pedagógicas, con quien hablaba lo indispensable desde hacía dos años, se presenta de improviso en mi domicilio familiar para manifestarme su apoyo absoluto y hacerlo extensible a mi familia. Se trata de una persona de ideología distinta y que ni siquiera es creyente. Sin embargo, ¡ahí está! Hoy, cuando han pasado más de once años de aquello, suscribo con abatimiento que jamás se ha producido una visita similar por parte de un superior eclesiástico. Sí, ha estado a mi lado atenta y solidariamente, pero no ha sido capaz de romper esa barrera que lo llevara a manifestar su cariño a mi familia. Muchas veces, quienes nos parecen más cercanos por afinidad de criterios y misión, son los más lejanos en afecto y compañía. ¡Cuánto he echado de menos a algunos de los que tantas veces se sentaron a comer a mi mesa! ¡Cuánto a quienes fueron recibidos en casa de mis padres como hijos suyos! No hubo una visita, un escrito, una llamada. Quizás a quienes son como ellos se refería Eugeni D’Ors al escribir que  “la más grande limitación de la gente hispana estriba en algo vergonzoso, en algo que es, por definición, un vicio de esclavo: en la incapacidad específica para el ejercicio de la amistad”.
El filósofo Francis Bacon decía: “vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer”. Permítaseme preguntar ¿dónde están ahora, ¡ahora!, muchos de esos “viejos amigos”? Inevitablemente surge en mí aquel pensamiento: “¿Queréis contar a vuestros amigos? Caed en el infortunio”. Comprendo ahora que “la amistad que no exige nada ni se queja nunca es casi siempre una amistad débil”. Comprendo ahora que no siempre lo que uno pretende es lo que deduce el otro. Comprendo ahora que hay quienes confunden al amigo con el colega, compañero o camarada. Hay, incluso, quien sólo es amigo de sí mismo y aparenta serlo tuyo para obtener lo que busca.
Pero me gustaría acabar en tono positivo, teniendo en cuenta lo que indicaba un pintor francés, que “la vida es un mal, pero el amor y la amistad son potentes anestésicos”. Por ello, seguramente, el mismo Catón llega a recomendar: “desata, pero no rompas, los lazos de la amistad sospechosa”. Ojalá que tengamos la ocasión de apreciar que “amigos son aquellos extraños seres que nos preguntan cómo estamos y se esperan a oír la contestación”, que “son los que en las prosperidades acuden al ser llamados y en las adversidades sin serlo”. Quiero dar las gracias a los amigos, aunque algunos se hayan quedado dormidos. ¡Qué alegría supone para mí verlos despertar! A la vez, no puedo dejar de pedirles perdón a aquellos a los que quiero y no se lo demuestro como debo, por ser yo el dormido. Y, por último, a quienes han dejado de serlo, recordarles que, como San Jerónimo advierte, “la amistad que puede concluir nunca fue verdadera” así que, suerte en la vida y mi sincero deseo de que no encuentren en ella lo que siembran. 

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