miércoles, 19 de diciembre de 2012

Reflexión (7) ¿De qué lado estás?


             Hay quienes se empeñan en clasificar a los hombres y etiquetarlos, quienes tienden a concebir la sociedad humana desde un punto de vista muy particular en el que parecen solamente existir malos y buenos, ateos y creyentes, gentes de izquierdas y  de derechas.  Es como si solamente se pudiera ver en blanco y negro, como si no existieran matices de grises ni paleta de colores.  Si uno advierte que no está de acuerdo con una ley concreta que promulga el gobierno x, parece que ya fuera porque pertenece al partido y.  Si a uno se le ocurre manifestar que el equipo de futbol A no ha jugado bien, parece que tendría que ser porque es del equipo rival B. ¿No somos demasiado maniqueos? Hay quienes se escudan, para mantener sus posturas, en aquella expresión de Jesús, “o conmigo o contra mí”, que interpretan de un modo muy singular.  
            Nunca me he identificado con el programa completo de ningún partido político. Nunca he sido un gran aficionado al futbol. Sin embargo, según qué comentario haya hecho en un momento determinado, alguno de mis interlocutores se ha atrevido a tacharme de izquierdista o derechista o a identificarme con ser aficionado de tal o cual equipo.  Curiosamente, por mucho que uno se esfuerce en tales casos en decir que es de centro o que no es del equipo de futbol con el que le acaban de identificar, no le creen. He de reconocer que, en esas cuestiones, me la trae al pairo lo que cada uno piense. Pero ¿qué sucede en otras situaciones de la vida? Todos hemos tenido amigos comunes que, por una razón u otra, en algún momento de la vida se han enfrentado entre ellos. “¿De qué lado estás?” te preguntan entonces. Aunque les expliques que los problemas entre ellos no tienen por qué afectar a nuestra relación concreta, siempre hay suspicacias, recelos, desconfianzas. Puede llegar a pasar que, al final, ambos se enfaden contigo sin tener ningún motivo concreto. Esto que parece una cuestión baladí, quizás no lo sea tanto.
            La vida, como ya sabéis quienes me conocéis y quienes seguís mi blog, me ha llevado por derroteros muy dispares, antagónicos incluso. De ser aquel “curita bueno y entregado” para unos, pasé a ser, para otros, “el frío y calculador” que debe cumplir condena. De tener una consideración social y ser visto por muchos como alguien de quien conviene ser amigo, he pasado a ser un marginado social y a ser visto como un despreciable delincuente. Nunca he dejado de ser la misma persona. Pero quienes de mí tienen o no un conocimiento o trato directo se hacen ideas muy diversas. Lo que piensen, cuando es injusto, duele. Y todavía es mayor el dolor cuando asocian lo que tú puedas ser o dejar de ser, a tu familia y seres queridos. ¿Qué culpa tendrían ellos si realmente hubiera yo actuado mal? ¿Acaso ellos lo tendrían que saber? ¿Lo hubieran querido y deseado así? ¿Tendrían que abdicar de mí y abandonarme a mi suerte?
            Asistimos en demasiadas ocasiones a linchamientos públicos de personas que han actuado mal, que han cometido crímenes horribles y deleznables. Y, con demasiada frecuencia, en esos linchamientos no se exonera a sus familias, al contrario, se carga contra ellas al no poder hacerlo directamente contra el verdugo. ¿Es realmente justo?
            Algunos amigos me han invitado desde facebook a compartir enlaces en los que se escriben cosas como “se busca a este hijo de puta por…” o “pena de muerte para el cabrón que…”. Ni los he compartido, ni los he marcado con un “me gusta”. “¿De qué lado estás?”, podrían preguntarme. Por supuesto, nunca del lado de quien delinque, ni de quien hace sufrir a los demás, ni de quien juzga a nadie sin conocerlo, por perverso que haya sido su comportamiento.  ¿Quién soy para llamar nada a nadie? ¿Quién para juzgar un hecho o a una persona que no conozco? Recuerdo que cuando el Tribunal Supremo, ante el Recurso de casación de mi causa, aumentaba la pena de 15 a 21 años, un periodista escribió algo así como que no le tembló la mano al Tribunal para aumentar la pena de aquel a quien no le tembló la mano para abusar de unos menores. ¿Cómo se puede escribir semejantes barbaridades sin ser juzgados por ello? ¡Nunca he abusado de nadie! Pero si lo hubiese hecho, ¿cómo podría saber él si me hubiera o no temblado la mano? No puedo dejar de pensar en tantos juicios que se hacen de modo temerario sobre las personas. Vuelvo a repetir una vez más que tengo miedo a los linchamientos públicos,  a los gritos de ‘¡penas íntegras!’, ‘¡que se pudran en la cárcel!’, ‘¡leyes más duras!’. Tengo miedo a los intransigentes, a los que confían ciegamente en la ‘justicia’. Tengo miedo a los que olvidan que ‘errar es de humanos’ y que todos, ¡todos!, incluidos los encarcelados, tienen derecho a cambiar.
            Me ha tocado perder trágicamente a dos buenas amigas. El asesino de una de ellas se suicidó inmediatamente después de perpetrar su crimen. El asesino de la otra, después de ocultar su cadáver, colaboró en la búsqueda con amigos y familia, como si nada tuviera que ver en ello. Finalmente fue descubierto y enviado a prisión. Por entonces también yo estaba allí. Solicitó verme y me negué. Me pudo la pasión. Advertí al jefe de servicios, quien venía a acompañarme, que si lo tuviera delante no sabría si levantaría mi mano para bendecirlo o para estrangularlo. Hoy reconozco que no actué bien, pero ¿cómo enfrentarse con quien ha segado la vida de alguien a quien has querido tanto? Es muy difícil.
Esta misma mañana recibí la llamada telefónica de la madre de quien mató a aquella chica. Hemos hablado. Está destrozada y conforme con la pena impuesta a su hijo. Sufre terriblemente por la barbaridad que él cometió. Familia de víctima y verdugo, no se hablan. A pesar de que sus hijas eran íntimas amigas, hoy entre ellos solo existe enemistad, odio, rencor. La madre de ella no podrá ver jamás a su hija. La madre de él, cada vez que vea al suyo, no podrá dejar de pensar en lo que hizo. ¿Cuál de ellas sufre más? Estoy convencido de que las dos están viviendo un auténtico calvario.   
            He convivido con asesinos, con terroristas, con narcotraficantes, con violadores, con ladrones… No me atrevería a hablar de ninguno de ellos de un modo genérico y haciendo juicios de valor. Detrás de cada apelativo que se les pone, hay una persona, una familia, una historia… Por supuesto, sé que también hay víctimas y no puedo dejar de pensar ni por un segundo en ellas. Por eso sólo puedo, desde la perspectiva de la fe, recurrir a Dios y pedirle ayuda. Ayuda para que comprendamos de qué lado hemos de estar, para que recordemos que estamos llamados a un mundo mejor, aquel en el que “el lobo y el cordero pacerán juntos, y el león, como el buey, comerá paja, y para la serpiente el polvo será su alimento. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte” (Is. 65, 25)

2 comentarios:

  1. Hola, yo entiendo muy bien lo que estas queriendo decir, yo no juzgo a nadie mas q a el...pero dios mio jamas pero jamas vamos a poder olvidar esos duros dias de potencia sufrimiento ira que non cubria el cuerpo a cada una de las personas allegadas a ella a su familia, fue algo tan subrealista en muchas ocasiones ver q nos ayudo a buscar y lo peor como si nada hubiese pasado; esto no dan mas que ganas de poder hacer justicia uno mismo. magnifico relato este Delmi un beso enorme

    ResponderEliminar
  2. Sí, es verdad, dan ganas de tomarse la justicia por cuenta propia pero ¿qué conseguiríamos entonces? Que sea Dios quien nos juzgue a cada uno y que cada uno tomemos conciencia, siempre, de aquello que hacemos. Tratemos de no dejar que el rencor, el odio o el deseo de venganza se instalen en nuestros corazones. Tratemos de llevar Amor a todo aquel que sufre

    ResponderEliminar