viernes, 26 de octubre de 2012

Diario (12) Comunicaciones


El modo ordinario de comunicación con la familia es a través de locutorios. Es la misma familia quien lo solicita. El día seis, a las doce, después de haber celebrado la Santa Misa, junto con otros internos un funcionario me conduce hacia el módulo de comunicaciones. Una vez allí, cada uno, hemos de intercambiar el NIS por un telefonillo que se nos entrega para el momento. Después de una espera que se me hace eterna, pude ver, por vez primera desde mi reclusión, a mis padres, hermana y cuñado a través de un cristal. Recuerdo cómo pegábamos nuestras manos al vidrio, como queriendo engañar a las leyes de la física, para que pudieran tocarse. Mi madre llegó incluso a besarme a través de él. He tenido que hacer un esfuerzo para no mostrarme apenado y traigo preparado algún que otro chiste y anécdotas para contarles. No quiero que se vayan más preocupados. Aunque son unos cuarenta y cinco minutos de comunicación, el tiempo se escapa precipitadamente ahora. Enseguida suena un aviso que comunica el final y dejan de oírme al otro lado. Un mayor esfuerzo aún para no derramar lágrimas y mantener la sonrisa.
Ya había tenido ocasión de hablar por teléfono con la familia antes de esta visita. Aunque no se pueden recibir llamadas, está permitido el realizarlas. Se solicita autorización a través de una instancia dirigida al departamento correspondiente.  Se deben consignar, además de los números telefónicos a los que se desea llamar, el nombre y número de DNI de los titulares. Por entonces, sólo podían ser tres o cuatro los destinatarios y tres llamadas por semana. Pero, en la práctica, podíamos telefonear una vez al día, en el horario establecido, eso sí, si el funcionario nos lo permitía. El teléfono se encuentra en la cabina de seguridad. El guardia es quien te lo acerca a un pequeño ventanuco rectangular para que introduzcas la tarjeta y marques el número. En ocasiones es él mismo quien lo hace. Después te pasa el auricular y, delante de él, conferencias con tu interlocutor. Alguno se retira para que puedas tener cierta intimidad, pero otros permanecen frente a ti e, incluso, pueden llegar a colgar si entienden que ha sido tiempo suficiente de charla. Lo cierto es que, aunque uno quisiera hablar mucho tiempo, la misma tarjeta telefónica agotaba su saldo en cinco o seis minutos.
Hasta el nueve de octubre no tengo ocasión de estrechar entre mis brazos a mis padres y hermana. Se me ha concedido una comunicación familiar o vis a vis que he solicitado mediante instancia, dirigida al departamento de seguridad, al poco de llegar. En el módulo de comunicaciones, en una de las celdas habilitadas para estas visitas,  tendremos ocasión de charlar en intimidad durante dos horas.  Después de los besos y calurosos abrazos en los que nos hemos fundido, hablamos sobre cómo van las cosas. Converso sobre mis compañeros de celda y de residencia. Les animo a que se tranquilicen porque me tratan bien. Insisto en que ellos lo están pasando peor que yo, que no deben preocuparse. Pregunto por los demás miembros de la familia y por los amigos. Me cuentan detalles de la manifestación que ha tenido lugar el pasado domingo. Hemos de abordar, también, el tema de la conveniencia de cambiar de abogado. En este tiempo no ha vuelto a dar señales de vida: ni ha venido a visitarme ni ha telefoneado preguntando por mí. Parece ser que está de vacaciones. Vertiginosamente se nos va el tiempo. La despedida es mucho más dura que la llegada. He de ser yo el primero en salir. Debo impresionar mi huella en un registro, como ya había hecho también al entrar. Un funcionario me devuelve el NIS que me había retenido y me hace pasar al otro lado de la puerta de acceso. Mis padres y hermana desaparecen por la puerta del otro lateral del pasillo agitando sus manos para decirme adiós. Dos funcionarios procederán entonces al cacheo de rigor que tiene lugar después de cada vis a vis. En una pequeña sala habilitada para ello debo depositar sobre una mesa todo lo que llevo en los bolsillos. El detector electrónico suena al pasar por mis zapatos. Son unos pequeños clavos, en las tapas, los que han hecho sonar la alarma. Aunque me asusto, el mismo funcionario me tranquiliza. Eso sí, en sucesivas ocasiones, llevaré calzado deportivo para que no vuelva a producirse.
¡Cuánto cuesta cada despedida! Después de haber comunicado uno permanece con mayor ansiedad de la que tenía. ¡Qué sensación de debilidad e impotencia!
Hay quienes se atreven a afirmar que las cárceles españolas parecen hoteles. Lo hacen para exigir un mayor rigor y dureza para los presos. Cierto es que no son comparables a las de otros países, ni en instalaciones ni en el trato a los encarcelados. Pero ¿acaso la privación de libertad, con todas las limitaciones que conlleva, no es suficiente castigo? ¿Es necesario añadir mayores penalidades a esta situación? Un mercedario, Melchor R. de Torres, escribió:


“Si es pobreza padecer necesidad
y tener poco,
y gran pobreza no tener cosa alguna,
suma pobreza será no tenerse
ni aun a sí mismo.
Y a este punto sólo el cautivo llega,
pues hasta su persona y libertad,
goza otro dueño”

2 comentarios:

  1. Sin duda alguna...tienes una fuerza sobrenatural para poder afrontar todo lo que has vivido.un beso enorme.

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  2. Pues sí, creo que no es mérito mío, sino de esa fuerza sobrenatural que nos viene de arriba. És cierto que Él no permite pruebas superiores a la fuerza que nos da para afrontarlas. Un beso

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