El
modo ordinario de comunicación con la familia es a través de locutorios. Es la
misma familia quien lo solicita. El día seis, a las doce, después de haber
celebrado la Santa Misa, junto con otros internos un funcionario me conduce
hacia el módulo de comunicaciones. Una vez allí, cada uno, hemos de
intercambiar el NIS por un telefonillo que se nos entrega para el momento.
Después de una espera que se me hace eterna, pude ver, por vez primera desde mi
reclusión, a mis padres, hermana y cuñado a través de un cristal. Recuerdo cómo
pegábamos nuestras manos al vidrio, como queriendo engañar a las leyes de la
física, para que pudieran tocarse. Mi madre llegó incluso a besarme a través de él. He tenido que
hacer un esfuerzo para no mostrarme apenado y traigo preparado algún que otro
chiste y anécdotas para contarles. No quiero que se vayan más preocupados. Aunque
son unos cuarenta y cinco minutos de comunicación, el tiempo se escapa
precipitadamente ahora. Enseguida suena un aviso que comunica el final y dejan
de oírme al otro lado. Un mayor esfuerzo aún para no derramar lágrimas y
mantener la sonrisa.
Ya
había tenido ocasión de hablar por teléfono con la familia antes de esta
visita. Aunque no se pueden recibir llamadas, está permitido el realizarlas. Se
solicita autorización a través de una instancia dirigida al departamento
correspondiente. Se deben consignar,
además de los números telefónicos a los que se desea llamar, el nombre y número
de DNI de los titulares. Por entonces, sólo podían ser tres o cuatro los
destinatarios y tres llamadas por semana. Pero, en la práctica, podíamos
telefonear una vez al día, en el horario establecido, eso sí, si el funcionario
nos lo permitía. El teléfono se encuentra en la cabina de seguridad. El guardia
es quien te lo acerca a un pequeño ventanuco rectangular para que introduzcas
la tarjeta y marques el número. En ocasiones es él mismo quien lo hace. Después
te pasa el auricular y, delante de él, conferencias con tu interlocutor. Alguno
se retira para que puedas tener cierta intimidad, pero otros permanecen frente
a ti e, incluso, pueden llegar a colgar si entienden que ha sido tiempo
suficiente de charla. Lo cierto es que, aunque uno quisiera hablar mucho
tiempo, la misma tarjeta telefónica agotaba su saldo en cinco o seis minutos.
Hasta
el nueve de octubre no tengo ocasión de estrechar entre mis brazos a mis padres
y hermana. Se me ha concedido una comunicación
familiar o vis a vis que he
solicitado mediante instancia, dirigida al departamento de seguridad, al poco
de llegar. En el módulo de comunicaciones, en una de las celdas habilitadas
para estas visitas, tendremos ocasión de
charlar en intimidad durante dos horas.
Después de los besos y calurosos abrazos en los que nos hemos fundido, hablamos
sobre cómo van las cosas. Converso sobre mis compañeros de celda y de
residencia. Les animo a que se tranquilicen porque me tratan bien. Insisto en
que ellos lo están pasando peor que yo, que no deben preocuparse. Pregunto por
los demás miembros de la familia y por los amigos. Me cuentan detalles de la
manifestación que ha tenido lugar el pasado domingo. Hemos de abordar, también,
el tema de la conveniencia de cambiar de abogado. En este tiempo no ha vuelto a
dar señales de vida: ni ha venido a visitarme ni ha telefoneado preguntando por
mí. Parece ser que está de vacaciones. Vertiginosamente se nos va el tiempo. La
despedida es mucho más dura que la llegada. He de ser yo el primero en salir.
Debo impresionar mi huella en un registro, como ya había hecho también al
entrar. Un funcionario me devuelve el NIS que me había retenido y me hace pasar
al otro lado de la puerta de acceso. Mis padres y hermana desaparecen por la
puerta del otro lateral del pasillo agitando sus manos para decirme adiós. Dos
funcionarios procederán entonces al cacheo de rigor que tiene lugar después de
cada vis a vis. En una pequeña sala habilitada para ello debo depositar sobre
una mesa todo lo que llevo en los bolsillos. El detector electrónico suena al
pasar por mis zapatos. Son unos pequeños clavos, en las tapas, los que han
hecho sonar la alarma. Aunque me asusto, el mismo funcionario me tranquiliza.
Eso sí, en sucesivas ocasiones, llevaré calzado deportivo para que no vuelva a
producirse.
¡Cuánto
cuesta cada despedida! Después de haber comunicado
uno permanece con mayor ansiedad de la que tenía. ¡Qué sensación de debilidad e
impotencia!
Hay
quienes se atreven a afirmar que las cárceles españolas parecen hoteles. Lo
hacen para exigir un mayor rigor y dureza para los presos. Cierto es que no son
comparables a las de otros países, ni en instalaciones ni en el trato a los
encarcelados. Pero ¿acaso la privación de libertad, con todas las limitaciones
que conlleva, no es suficiente castigo? ¿Es necesario añadir mayores
penalidades a esta situación? Un mercedario, Melchor R. de Torres, escribió:
“Si es pobreza
padecer necesidad
y tener poco,
y gran pobreza
no tener cosa alguna,
suma pobreza
será no tenerse
ni aun a sí
mismo.
Y a este punto
sólo el cautivo llega,
pues hasta su
persona y libertad,
goza
otro dueño”
Sin duda alguna...tienes una fuerza sobrenatural para poder afrontar todo lo que has vivido.un beso enorme.
ResponderEliminarPues sí, creo que no es mérito mío, sino de esa fuerza sobrenatural que nos viene de arriba. És cierto que Él no permite pruebas superiores a la fuerza que nos da para afrontarlas. Un beso
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