Aunque no es día de
comunicaciones y no he solicitado ninguna especial, hoy, junto al capellán,
vienen a visitarme el Obispo y el Vicario General. Los han dejado entrar hasta
el módulo de enfermería, algo excepcional, y en uno de los despachos de la
planta baja, tendremos ocasión de poder reunirnos. Al acercarme a mi Obispo trato, como es
costumbre, de besar su anillo. El anillo es “signo
de fidelidad a la Iglesia” y besarlo supone un acto de humildad, obediencia
y agradecimiento a Dios por sus representantes mayores. Él me lo impide y me da
un abrazo. Me pregunta cómo está siendo mi estancia aquí y se preocupa por cómo
me encuentro. Pronto me hablará de su descontento con el abogado que se ocupa
de mi defensa. Al decirle que no sé nada de él desde que estoy en prisión, me
apremia en la conveniencia de cambiar de defensor. Un sacerdote que ha
coincidido conmigo durante los estudios en el seminario le ha hablado de un letrado
de su parroquia que estaría dispuesto a llevar mi defensa. El Vicario
interviene para reseñar que quizás lo conozca, pues era asiduo de la parroquia
en la que llevé a cabo mi etapa pastoral como diácono. Si bien es verdad que no
lo recuerdo, han pasado ya diez años, accedo a la propuesta y convenimos en que
se hable con él. Continuamos nuestra conversación y le describo alguno de los
acontecimientos que me han ocurrido desde mi llegada al lugar. Nos despedimos
con otro abrazo y, junto al capellán y al Vicario, quien se emocionó
especialmente al abrazarme, se marchan.
No es poco el revuelo que arman mis compañeros de
residencia cuando se enteran de la visita y bromean acerca del privilegio que la Institución
Penitenciaria nos concede. Lo que ellos no saben es que, por el hecho de ser
sacerdote y haber ejercido tan cerca de donde nos encontramos, se me ha aconsejado no recibir visitas de amigos.
Los funcionarios temen una posible avalancha
de feligreses y sacerdotes que quieran saludarme y que se produzca demasiado
alboroto. Es la primera vez que se enfrentan a un caso tan singular y temen a
las reacciones, incluida la de la prensa, que puedan exagerar el trato que me
dispensen. “Cuanta más discreción y menos
favoritismos será mejor para todos”, me advierten. Se llegó a barajar la
posibilidad de trasladarme al Centro Penitenciario de Badajoz, según me
cuentan, por lo que el mismo capellán se encarga de expresar al director que
hará lo imposible para evitar las visitas y que persuadirá a los sacerdotes
sobre la conveniencia de no venir a verme. Hay quienes, por no saberlo o no
entenderlo, intentan acceder valiéndose de funcionarios conocidos, pero se les
niega la posibilidad.
El quince de octubre recibo la primera carta de mi abogado.
En ella me hace saber que le ha llegado una nota de mi Obispo junto con mi
solicitud para la renuncia a su asistencia.
Así mismo me reseña que mi padre le ha visitado para que le entregase
una serie de documentos, pero que “dado
el carácter íntimo, personal y de secreto profesional” no se los ha
facilitado, si bien, afirma, se los cederá al nuevo letrado. Junto con esta
carta me hace llegar los Autos en los que se deniegan los Recursos de Reforma
que había interpuesto contra la Prisión provisional y el Procesamiento y otros
dos relativos a la conclusión del Sumario y a la declaración como Responsable
Civil Subsidiario del Obispado. Se despide deseándome “que tenga la mejor solución en este complicado asunto” y manifestando: “con esta fecha presento mi renuncia a su defensa y la representación
del Procurador ante el Juzgado, y en carta que le entregué a su padre concedo
también la Venia al Letrado que me sustituya”.
La ansiedad no es poca. Pero se une a la esperanza de que
un nuevo letrado pueda afrontar el tema desde una óptica más apropiada. Al fin
y al cabo, y por lo que me dicen, el anterior apenas ha llamado a unos cuantos testigos
de una extensa lista que se le había facilitado, no se ha entrevistado con
ninguno de los profesores que impartían clases a los denunciantes y, como se
retrasó tanto en la petición, recibió los informes del Instituto referidos a
los chicos un día después de mi ingreso en prisión. Lo cierto es que durante
estos seis meses solamente en una ocasión nos hemos visto en su despacho y, la
mayoría de las ocasiones, he tenido que telefonearlo para que me fuera
manteniendo informado.
Es al día siguiente de haber recibido esa carta cuando me
citan al locutorio de abogados. Me esperan dos hombres de aspecto elegante, uno
mayor que el otro. Se presentan y me indican que están dispuestos a llevar mi
defensa pero que antes de decidirse han de hablar conmigo. Mantuvimos una
prolongada y profunda conversación. El mayor de ellos es quien la maneja
realizando mil y una preguntas. Me lo pone todo muy negro y me habla de la
buena impresión que le ha causado mi padre explayándose con multitud de elogios
sobre él. No puedo contener las lágrimas. Después de un tiempo que se me hizo
eterno, por fin, decide aceptar el caso. El abogado que le acompaña, más joven,
es su hijo. Lo envía a Ponte Caldelas para que se ponga en contacto, de
inmediato, con una notaria que conoce y agilice así los trámites pertinentes.
Será entonces, una vez solos, cuando me diga: “no me gusta dejar a mis clientes sin, al menos, una esperanza. Mi
mujer reza por usted desde que conoció el caso por la prensa. Unámonos a su
oración para pedir un milagro”.
¿Toda mi esperanza ha de sustentarse en un milagro? No parece
un mensaje alentador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario