martes, 30 de octubre de 2012

Diario (14) Esperanza en un milagro


           Aunque no es día de comunicaciones y no he solicitado ninguna especial, hoy, junto al capellán, vienen a visitarme el Obispo y el Vicario General. Los han dejado entrar hasta el módulo de enfermería, algo excepcional, y en uno de los despachos de la planta baja, tendremos ocasión de poder reunirnos.  Al acercarme a mi Obispo trato, como es costumbre, de besar su anillo. El anillo es “signo de fidelidad a la Iglesia” y besarlo supone un acto de humildad, obediencia y agradecimiento a Dios por sus representantes mayores. Él me lo impide y me da un abrazo. Me pregunta cómo está siendo mi estancia aquí y se preocupa por cómo me encuentro. Pronto me hablará de su descontento con el abogado que se ocupa de mi defensa. Al decirle que no sé nada de él desde que estoy en prisión, me apremia en la conveniencia de cambiar de defensor. Un sacerdote que ha coincidido conmigo durante los estudios en el seminario le ha hablado de un letrado de su parroquia que estaría dispuesto a llevar mi defensa. El Vicario interviene para reseñar que quizás lo conozca, pues era asiduo de la parroquia en la que llevé a cabo mi etapa pastoral como diácono. Si bien es verdad que no lo recuerdo, han pasado ya diez años, accedo a la propuesta y convenimos en que se hable con él. Continuamos nuestra conversación y le describo alguno de los acontecimientos que me han ocurrido desde mi llegada al lugar. Nos despedimos con otro abrazo y, junto al capellán y al Vicario, quien se emocionó especialmente al abrazarme, se marchan.
            No es poco el revuelo que arman mis compañeros de residencia cuando se enteran de la visita y bromean acerca del privilegio que la Institución Penitenciaria nos concede. Lo que ellos no saben es que, por el hecho de ser sacerdote y haber ejercido tan cerca de donde nos encontramos, se me ha aconsejado no recibir visitas de amigos. Los funcionarios temen una posible avalancha de feligreses y sacerdotes que quieran saludarme y que se produzca demasiado alboroto. Es la primera vez que se enfrentan a un caso tan singular y temen a las reacciones, incluida la de la prensa, que puedan exagerar el trato que me dispensen. “Cuanta más discreción y menos favoritismos será mejor para todos”, me advierten. Se llegó a barajar la posibilidad de trasladarme al Centro Penitenciario de Badajoz, según me cuentan, por lo que el mismo capellán se encarga de expresar al director que hará lo imposible para evitar las visitas y que persuadirá a los sacerdotes sobre la conveniencia de no venir a verme. Hay quienes, por no saberlo o no entenderlo, intentan acceder valiéndose de funcionarios conocidos, pero se les niega la posibilidad.
            El quince de octubre recibo la primera carta de mi abogado. En ella me hace saber que le ha llegado una nota de mi Obispo junto con mi solicitud para la renuncia a su asistencia.  Así mismo me reseña que mi padre le ha visitado para que le entregase una serie de documentos, pero que “dado el carácter íntimo, personal y de secreto profesional” no se los ha facilitado, si bien, afirma, se los cederá al nuevo letrado. Junto con esta carta me hace llegar los Autos en los que se deniegan los Recursos de Reforma que había interpuesto contra la Prisión provisional y el Procesamiento y otros dos relativos a la conclusión del Sumario y a la declaración como Responsable Civil Subsidiario del Obispado. Se despide deseándome “que tenga la mejor solución en este complicado asunto” y manifestando: “con esta fecha presento mi renuncia a su defensa y la representación del Procurador ante el Juzgado, y en carta que le entregué a su padre concedo también la Venia al Letrado que me sustituya”.
            La ansiedad no es poca. Pero se une a la esperanza de que un nuevo letrado pueda afrontar el tema desde una óptica más apropiada. Al fin y al cabo, y por lo que me dicen, el anterior apenas ha llamado a unos cuantos testigos de una extensa lista que se le había facilitado, no se ha entrevistado con ninguno de los profesores que impartían clases a los denunciantes y, como se retrasó tanto en la petición, recibió los informes del Instituto referidos a los chicos un día después de mi ingreso en prisión. Lo cierto es que durante estos seis meses solamente en una ocasión nos hemos visto en su despacho y, la mayoría de las ocasiones, he tenido que telefonearlo para que me fuera manteniendo informado.
            Es al día siguiente de haber recibido esa carta cuando me citan al locutorio de abogados. Me esperan dos hombres de aspecto elegante, uno mayor que el otro. Se presentan y me indican que están dispuestos a llevar mi defensa pero que antes de decidirse han de hablar conmigo. Mantuvimos una prolongada y profunda conversación. El mayor de ellos es quien la maneja realizando mil y una preguntas. Me lo pone todo muy negro y me habla de la buena impresión que le ha causado mi padre explayándose con multitud de elogios sobre él. No puedo contener las lágrimas. Después de un tiempo que se me hizo eterno, por fin, decide aceptar el caso. El abogado que le acompaña, más joven, es su hijo. Lo envía a Ponte Caldelas para que se ponga en contacto, de inmediato, con una notaria que conoce y agilice así los trámites pertinentes. Será entonces, una vez solos, cuando me diga: “no me gusta dejar a mis clientes sin, al menos, una esperanza. Mi mujer reza por usted desde que conoció el caso por la prensa. Unámonos a su oración para pedir un milagro”.
            ¿Toda mi esperanza ha de sustentarse en un milagro? No parece un mensaje alentador. 

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