Cámaras de vigilancia, personal
de seguridad, rejas automatizadas. El automóvil se detiene. Desciendo y me
llevan al módulo de ingresos. Un funcionario revisa la bolsa de viaje que mi
madre ha preparado a toda prisa y me ha entregado en los juzgados. Me retienen
las camisas de cleriman, la máquina de afeitar y el masaje para después del
afeitado. Como el veintiséis de marzo en el cuartel de la Guardia Civil,
volverán a retratarme, medirme y tomarme las huellas digitales. Me solicitan el
dinero que traigo para cambiarlo por unos billetes, a modo de los del Monopoly,
que están plastificados y sellados por la administración: el peculio del centro
penitenciario. Me hacen entrega, en una pequeña bolsa plástica, de distintos
utensilios de aseo, un rollo de papel higiénico y unos cubiertos de plástico. El
capellán, que ha llegado a recibirme, se ha encargado de retirar los
preservativos, que entran también en el lote de acogida. Después me requieren
el DNI y me facilitan un carné, el NIS, el
número interior de seguridad que nos identifica.
Soy un recluso, un interno del
Centro Penitenciario de alta seguridad de A Lama. Atrás queda el mundo hasta
ahora conocido. Uno inexplorado e insólito, que nunca he tenido intención de frecuentar,
se abre ante mí.
El funcionario establece que
debo seguir un "protocolo de suicidio", un Plan de Prevención de
suicidios, PPS, por lo que me envían al módulo de enfermería y me asignan a
un interno de apoyo.
Mientras realizamos el trayecto
hacia el módulo, acompañado por el capellán de prisión, pienso que mi vida no
tiene ya sentido. El temor marca estos primeros momentos, un temor que se une a
la confusión y a los sentimientos de deshonra, indignidad y humillación. ¡Con
que facilidad puede derrumbarse todo lo que una persona ha ido construyendo con
denodado tesón! Una mentira es poderosa. Más que mil verdades esgrimidas en tu
defensa. Una tremenda desazón hiere mi alma. Se preferiría la muerte a tener
que pasar semejante vejación. "¿Dónde estoy? ¿Por qué? ¿Dónde está mi
Dios?". Un Réquiem suena en mi interior. ¡Todo ha muerto! ¿Dónde está
la vida? ¿Dónde una luz? ¡Todo es cruz! Dolor, sufrimiento, angustia, ansiedad,
desconsuelo, tristeza, llanto,...
Estamos frente a la entrada de
la enfermería. Dos enormes puertas enrejadas y acristaladas han de abrirse para
dejarnos paso hacia un hall dominado por una cabina en la que un funcionario
vigila y aprieta las teclas que las abren y cierran. Una vez dentro, otras dos puertas,
de parecidas características a las anteriores, nos darán acceso a una escalera por
la que subir a la planta en la que se encuentran las celdas. Otra puerta más ha
de abrirse aún para acceder a un largo pasillo. Las cámaras instaladas ante
ellas permiten al funcionario saber cuándo llegamos.
La celda es amplia. Al entrar,
a la derecha, un pequeño habitáculo donde se encuentran la ducha y un lavabo. A
la izquierda, otro de iguales dimensiones contiene la letrina y otro lavabo. Cuatro
camas de hospital, unas mesas con ruedas, en las que se puede depositar una
bandeja, sillas de plástico y taquillas metálicas componen el mobiliario. Hay
tres ventanas con barrotes que dan hacia un módulo que llaman sociocultural. La
celda está limpia. Un interno que se encarga del mantenimiento del módulo me
hace entrega de unas sábanas, una manta y una colcha. Otro interno, mi interno
de apoyo, me ayuda a hacer la cama y a colocar en una de las taquillas mis
pocos enseres. Estoy instalado en mi nueva residencia.
No tengo idea de qué hora es.
Me he venido sin reloj y no sé a qué ritmo pasa el tiempo. No he comido pero
tampoco tengo apetito. El capellán me guía, en este momento, hacia la capilla;
para que pueda celebrar la Santa Misa. Mientras nos dirigimos allí me va
instruyendo acerca de cómo he de comportarme en este ambiente. Nos detenemos
para que me presente a dos reclusos que encontramos en el pasillo. Uno de ellos
me insistirá en que deje atrás los prejuicios y piense en mí mismo, en nadie
más.
Mi primera Misa en prisión
tiene un sabor substancialmente nuevo. No hay palabras que puedan expresar con
exactitud lo que irrumpe en mi interior. Con lágrimas incontenidas, balbuceo
esas misteriosas palabras tan añejas y novedosas a su vez: “…esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros…, éste es el cáliz
de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por
vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. En el
centro mismo de una prisión de alta seguridad, los gestos y palabras de mi
sacerdocio me hacen albergar la maravillosa e incomprensible presencia del
Señor, en su Cuerpo, en su Alma, en su Sangre, en su Divinidad. ¡Qué gran
misterio! ¡Sí! Mi primera Misa aquí marca claramente un principio y un final.
Las palabras tantas veces repetidas a lo largo de mis diez años de ministerio
me suenan de un modo como recién estrenado ahora. Esas expresiones renovadoras,
reconfortantes: “no tengas en cuenta
nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya…”, “perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos…”, “la Paz os
dejo, mi Paz os doy”… me ayudarán a descubrir un Rostro nuevo del Señor. El
Señor “prisionero” de mi voz y de mis
manos, el Señor “encarcelado” en los
sagrados dones del Pan y Vino de la Eucaristía.
Como Santo Tomás, en aquél
precioso himno compuesto en honor del Cristo Eucarístico, repito: “En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido
lo que pidió el ladrón arrepentido”. Como Monseñor Van Thuan podré llegar a
expresar: “…la Eucaristía es la más
hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana… Jesús eucarístico ayuda
inmensamente con su presencia silenciosa… La fuerza del amor de Jesús es
irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina
bajo tierra durante la tempestad… Ofrezco la Misa junto con el Señor. Cada vez
que ofrezco la Misa tengo la oportunidad de extender las manos y de clavarme en
la cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo…”.
La víspera de la fiesta de
los Santos Ángeles Custodios, una renovada ilusión interior nacida de la
celebración de la Eucaristía, marcará profundamente mi supervivencia en esta
nueva existencia que acaba de empezar. Una renovada ilusión que no tardará,
incluso, en dejarse percibir, ya que pasaré de las lamentaciones, quejas y
lágrimas a un nuevo estado que, aunque ansioso, me dejará tratar de tú a tú a
mis nuevos compañeros de residencia.
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