martes, 9 de octubre de 2012

«¿Y vosotros, quién decís que soy?»


«¿Quién dice la gente que soy yo?» Una pregunta de Jesús que podemos encontrar en el Evangelio dirigida a sus discípulos. Es la pregunta de un Jesús que parece dejarse llevar de la curiosidad humana. A ésta le sigue otra ante la que no cabe esquivar la respuesta: «¿Y vosotros, quién decís que soy?»
Son preguntas que hace más de dos mil años Jesús enfiló a los suyos pero que también hoy podría hacernos a nosotros, los que nos profesamos cristianos, seguidores suyos.
            Será Pedro quien tome la iniciativa a la hora de responder: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le manda guardar silencio sobre esto para, inmediatamente, anunciar la persecución y desprecio de las que será objeto, la muerte que ha de sufrir.
            En la Iglesia se celebra la Cuaresma y la Pasión Los medios de comunicación social se hacen eco durante la Semana Santa de la multitud de procesiones que recorren nuestros pueblos y ciudades recordando aquellos acontecimientos que llevaron a Jesús al patíbulo de la Cruz.
            ¿Dónde estaban entonces quienes se habían alimentado de los panes y los peces que Jesús había multiplicado? ¿Dónde quienes habían sido curados de sus enfermedades? ¿Dónde quienes habían acudido a escucharle ensimismados? Entonces sólo se oyó un grito unánime: «crucifícale».
            Se trataba del mismo Jesús que siendo un niño, durante tres días, dejó pasmados a los sabios y doctores del templo con su sabiduría, el mismo que impresionaba a sus vecinos en la sinagoga, el mismo que dejaba boquiabiertos a quienes le escuchaban y sin respuesta a los que querían ver si caía en alguna incoherencia.
En el momento del inicuo juicio del que saldrá condenado a muerte callará, no se defenderá. Los sacerdotes, los doctores, los que tienen que velar por el orden público y por la ortodoxia de la fe serán quienes lo condenen. Aquellos que debían velar porque la ley se cumpliese y evitar que un inocente fuese condenado son, precisamente, quienes más contribuyen a que la injusticia se realice. Una historia de ayer, de hace más de dos mil años. ¿Una historia también de hoy?
            Cierto es que no podemos afirmar que nadie sea inocente en la medida en que lo era Jesús. Él es el Inocente por antonomasia. Perfecto Dios, perfecto hombre, el sin pecado.
           Sin embargo, también hoy, en una civilización que presume de tener Estados de Derecho, de ser moderna y demócrata, de respetar los derechos fundamentales del hombre, podemos, sin demasiado esfuerzo, descubrir que se siguen cometiendo injusticias, que priman los intereses de unos pocos sobre los de la mayoría, que se continúa, incluso, condenando a personas inocentes.
            ¿Hemos de resignarnos ante esa realidad? ¿Hemos de quedarnos de brazos cruzados ante la iniquidad? El mensaje cristiano nos invita a luchar, a denunciar, a tratar de cambiar las estructuras de opresión por otras de liberación. Nuestra lucha, eso sí, no ha de ser violenta ni buscar el derramamiento de sangre, mucho menos de sangre inocente. Todos, de un modo u otro, hemos de tratar de ir descubriendo que el camino del cambio y de la transformación ha de empezar por uno mismo, por la conversión personal, por querer enmendar las propias actitudes. Creo que precisamente una de las grandes revoluciones que Jesús ha llevado a cabo es la de haberse entregado como víctima por todos los hombres. Ha derramado su sangre inocente para salvarnos. A lo largo de la Historia  nos encontramos a otras personas que han luchado también por la justicia desde planteamientos no violentos. Los más han sido abiertamente discípulos suyos. Otros, desde opciones diversas y sin confesarse cristianos, han sabido también luchar desde la perspectiva de la no-violencia aún teniendo que padecerla ellos.
Para quien se confiesa cristiano la lección es clara: «Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». No se prometen  honores, dignidades, distinciones, títulos, reconocimientos,... sino persecuciones, incomprensiones, traiciones,... Cruz. La honradez y lealtad en ocasiones sólo tienen un premio: la propia dignidad y la  personal tranquilidad de conciencia. La coherencia de pensamiento y de vida, sea o no cristiana, no acostumbra a traer consigo ningún reconocimiento social ni popularidad. Esto no ha de ser motivo de desánimo. Quien sufre la injusticia, la traición, la incomprensión... puede caer en  la tentación de desesperarse, resignarse, buscar venganza... pero también puede mirar a Jesús y como Él darle un sentido radicalmente distinto a su situación. «¿Y vosotros, quién decís que soy?»

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