«¿Quién
dice la gente que soy yo?» Una pregunta de Jesús que podemos
encontrar en el Evangelio dirigida a sus discípulos. Es la pregunta de un Jesús
que parece dejarse llevar de la curiosidad humana. A ésta le sigue otra ante la
que no cabe esquivar la respuesta: «¿Y vosotros, quién decís que soy?»
Son
preguntas que hace más de dos mil años Jesús enfiló a los suyos pero que
también hoy podría hacernos a nosotros, los que nos profesamos cristianos,
seguidores suyos.
Será Pedro quien tome la iniciativa
a la hora de responder: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le
manda guardar silencio sobre esto para, inmediatamente, anunciar la persecución
y desprecio de las que será objeto, la muerte que ha de sufrir.
En la Iglesia se celebra la Cuaresma
y la Pasión Los medios de comunicación social se hacen eco durante la Semana
Santa de la multitud de procesiones que recorren nuestros pueblos y ciudades
recordando aquellos acontecimientos que llevaron a Jesús al patíbulo de la
Cruz.
¿Dónde estaban entonces quienes se
habían alimentado de los panes y los peces que Jesús había multiplicado? ¿Dónde
quienes habían sido curados de sus enfermedades? ¿Dónde quienes habían acudido
a escucharle ensimismados? Entonces sólo se oyó un grito unánime: «crucifícale».
Se trataba del mismo Jesús que
siendo un niño, durante tres días, dejó pasmados a los sabios y doctores del
templo con su sabiduría, el mismo que impresionaba a sus vecinos en la
sinagoga, el mismo que dejaba boquiabiertos a quienes le escuchaban y sin
respuesta a los que querían ver si caía en alguna incoherencia.
En
el momento del inicuo juicio del que saldrá condenado a muerte callará, no se
defenderá. Los sacerdotes, los doctores, los que tienen que velar por el orden
público y por la ortodoxia de la fe serán quienes lo condenen. Aquellos que
debían velar porque la ley se cumpliese y evitar que un inocente fuese
condenado son, precisamente, quienes más contribuyen a que la injusticia se
realice. Una historia de ayer, de hace más de dos mil años. ¿Una historia
también de hoy?
Cierto es que no podemos afirmar que
nadie sea inocente en la medida en que lo era Jesús. Él es el Inocente por
antonomasia. Perfecto Dios, perfecto hombre, el sin pecado.
Sin
embargo, también hoy, en una civilización que presume de tener Estados de
Derecho, de ser moderna y demócrata, de respetar los derechos fundamentales del
hombre, podemos, sin demasiado esfuerzo, descubrir que se siguen cometiendo
injusticias, que priman los intereses de unos pocos sobre los de la mayoría,
que se continúa, incluso, condenando a personas inocentes.
¿Hemos de resignarnos ante esa
realidad? ¿Hemos de quedarnos de brazos cruzados ante la iniquidad? El mensaje
cristiano nos invita a luchar, a denunciar, a tratar de cambiar las estructuras
de opresión por otras de liberación. Nuestra lucha, eso sí, no ha de ser
violenta ni buscar el derramamiento de sangre, mucho menos de sangre inocente.
Todos, de un modo u otro, hemos de tratar de ir descubriendo que el camino del cambio
y de la transformación ha de empezar por uno mismo, por la conversión personal,
por querer enmendar las propias actitudes. Creo que precisamente una de las
grandes revoluciones que Jesús ha llevado a cabo es la de haberse entregado
como víctima por todos los hombres. Ha derramado su sangre inocente para
salvarnos. A lo largo de la Historia nos
encontramos a otras personas que han luchado también por la justicia desde
planteamientos no violentos. Los más han sido abiertamente discípulos suyos.
Otros, desde opciones diversas y sin confesarse cristianos, han sabido también
luchar desde la perspectiva de la no-violencia aún teniendo que padecerla
ellos.
Para
quien se confiesa cristiano la lección es clara: «Quien quiera venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». No se
prometen honores, dignidades,
distinciones, títulos, reconocimientos,... sino persecuciones, incomprensiones,
traiciones,... Cruz. La honradez y lealtad en ocasiones sólo tienen un premio:
la propia dignidad y la personal
tranquilidad de conciencia. La coherencia de pensamiento y de vida, sea o no
cristiana, no acostumbra a traer consigo ningún reconocimiento social ni
popularidad. Esto no ha de ser motivo de desánimo. Quien sufre la injusticia,
la traición, la incomprensión... puede caer en
la tentación de desesperarse, resignarse, buscar venganza... pero
también puede mirar a Jesús y como Él darle un sentido radicalmente distinto a
su situación. «¿Y vosotros, quién decís que soy?»
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