La dureza
de la vida en prisión es inevitable. Serán muchas las lágrimas derramadas en las
noches perpetuas de celda, cuando ya mi interno de apoyo ha caído rendido de
agotamiento y me deja ensayar el silencio.
Se hace
especialmente difícil el apenas poder comunicarte con tu familia y la
imposibilidad de recibir la visita de los amigos; el no poder telefonear más
que en el tiempo establecido y a quienes el centro ha autorizado; el que un
funcionario abra tu correspondencia para revisar qué contiene un sobre, antes
de entregártelo, y que te ponga impedimentos cuanto descubre una fotografía o
un sello en su interior. Se llega a sentir recelo, cuando justamente tendría
que ser lo contrario, cada vez que te avisan que has recibido cartas. Si aún
encima llegas a recoger a razón de diez diarias… En una ocasión me llegaron a
enviar dinero en una de ellas. Cuando el funcionario me preguntó cómo era
posible, no supe qué responder y, simplemente, palidecí. A otro interno a quien
le había sucedido lo amenazaron con una sanción. ¿Qué culpa tenemos de que
quienes nos escriben desconozcan las normas de prisión?
Que se
limite el peculio, que conseguir un simple bolígrafo o un folio se conviertan
en una odisea, que cada vez que necesitas algo tengas que escribir una
instancia, que debas ingerir los medicamentos ante un funcionario,… son un
añadido más a esa privación de libertad que sufres.
No, no se
trata únicamente de tener que dormir encerrado en una celda o de carecer de
libertad para desplazarte a otro módulo. Es mucho más. Siempre idéntico el
paisaje a través de las mismas ventanas enrejadas. La desconfianza a ese interfono
en tu celda que puede ser conectado por el guardia curioso para escuchar la
conversación que mantienes. El pequeño patio, rodeado de altos muros que se
rematan en cierres de alambres espinados, o el largo pasillo, como únicos
lugares de esparcimiento, constantemente patrullados por las cámaras de
seguridad y transitados por una mayoría de drogadictos pedigüeños que te
confunden con un asistente social.
Y a todo
ello se le suma el conocer que cierto compañero de residencia, que deambula
cada día junto a ti, padece esquizofrenia y cumple condena por haber asesinado
a su propia madre, o que al otro le dan, con más frecuencia de la prevista,
brotes psicóticos que le llevan a implicarla con el primero que se le cruce
delante. Constantemente has de permanecer vigilante, ya no sólo ante la
posibilidad de que te roben, de que te puedan intimidar o de que no le caigas
en gracia a alguno.
No son
pocas las contrariedades que hacen que sufras el auténtico significado de la expresión
privación de libertad.
El apoyo recibido
supone un gran estímulo a superar las dificultades y a afrontar esta realidad. “¿Qué tal estás?”, es la pregunta que,
por teléfono o por carta, se repite sin cesar. Hoy es la de un sacerdote al que
he visitado en agosto la que me conmueve especialmente. Solamente subrayo aquí un
fragmento:
“¿Qué
tal estás?... No sé muy bien qué decirte, sólo que me acuerdo mucho de ti, que
te considero un buen amigo, que rezo por ti, que estoy seguro de que dentro de
poco pasará esta pesadilla, y que antes de lo que pensamos podremos dar un
paseo por la playa, y charlar hasta las tantas de la noche, como hemos hecho
tantas veces…”
“Acuérdate del Cardenal Van Tuan, que durante
muchos años estuvo prisionero por causa de su condición de obispo y lo que en
todo aquel tiempo le mantuvo con esperanza fue la celebración diaria de la
Misa, con unas migas de pan sobre un papel de fumar y unas gotas de vino en una
pequeña lata de sardinas.” (El capellán)
“…me ha dicho que puedes celebrar la Misa cada día y si puedes celebrar la Misa
puedes tocar con tus manos el cielo. A las diez y media de la mañana, cuando yo
celebro mi Misa, acuérdate de que la ofrezco por ti, así estaremos unidos en
espíritu en ese momento.”
“Te voy a copiar un poema de
Garcilaso, que yo leo siempre que paso por algún sufrimiento, y que me ayuda a
mantener “viva la llama” y a ponerlo todo en manos de Dios que son las mejores
manos”
Se despide
prometiendo volver a llamar a mis padres, con quienes ya había hablado, y en
cuanto esté en mi casa venir a visitarme “ya
que solo nos separan seis horas de carretera en Hyunday y tres horas y media en
Renault.”.
Este es el
poema que me transcribe y que se convierte para mí en oración:
En el
alma Señor,
una
caricia tuya,
un beso
de tu amor
y una
sonrisa,
para
llenar mi vida de ambiciones,
tu
ambición y tu gloria,
y tu
alegría,
tu
alegría, Señor, que yo entreveo
cuando te
siento sembrador de amores
porque
sólo por mí creaste el cielo
y sólo
para mí nacen las flores.
Mi
juventud es tuya,
tú lo
sabes,
tuyas mis
esperanzas y mis sueños;
por ti,
Señor, desgastaré mi vida
hasta
hacerte querer del mundo entero.
Gracias
Señor porque tu amor es mío,
por
haberme admitido a tu servicio,
por tener
en el alma tu sonrisa,
te
seguiré, Señor, por donde quieras,
con la
paz de tu amor en la mirada
y tendré
el corazón hecho de hoguera
para
abrasar el mundo con sus llamas.
Yo no
nací sino para quereros,
mi alma
os ha cortado a su medida,
por
hábito del alma misma os quiero.
Cuanto
tengo confieso yo deberos
Por Vos
nací, por Vos tengo la vida,
Por Vos
he de morir y por Vos muero
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