Hago públicos por vez primera algunos escritos de mi diario. Intento ser fiel a los hechos acaecidos, a la vez que, en algunos casos, relato lo que por mi cabeza pasaba en el momento en el que los vivía. Creo que quienes durante tantos años me han apoyado tienen derecho a conocerlos. Mi gratitud sincera a todos ellos.
Es lunes. Para ser exactos,
veintiséis de marzo del año dos mil uno. Como de costumbre, me levanto
temprano. Hoy, sin embargo, no me dirijo hacia el lugar habitual, el Instituto
en el que imparto clases desde hace cinco años. Un sacerdote viene a recogerme
a casa de mis padres, en Vigo, donde vivo desde hace apenas unos días. Vamos hacia Pontevedra.
Sobre las nueve de la mañana llegamos
al Cuartel de la Guardia Civil, nuestro destino. Después de preguntar hacia
dónde tenemos que ir -sabemos que nos esperan- nos indican un despacho
a la derecha del aparcamiento. Una vez dentro solicitan a mi acompañante que me
deje solo y, al instante, me comunican mi detención. A tenor del artículo 520
de la Ley de Enjuiciamiento Criminal se me hace lectura de los derechos
constitucionales que me amparan. Me preguntan si hay algún inconveniente en que
preste declaración y si tengo algún abogado que me asista. Llamarán a uno de
oficio. Desde las diez y diez hasta las doce cuarenta y cinco voy respondiendo
a las preguntas que un policía judicial me va haciendo mientras una compañera
va redactando en el ordenador lo que voy relatando. De vez en cuando me pide
que vaya más despacio o que le repita alguna expresión. El letrado solicita
copia de la declaración -que no le entregan- y me facilita una tarjeta con sus
datos por si necesito sus servicios. Se despide amablemente de mí.
Será entonces cuando me digan que debo
permanecer en el Cuartel hasta que puedan trasladarme a Vigo. Se me señala dónde y cómo colocarme para que
un fotógrafo pueda proceder a retratarme. A continuación me toma las huellas asiéndome cada uno de los dedos y
entintándolos para, seguidamente, estampar sobre una ficha. Los agentes ante
quienes he prestado declaración me instan para que les entregue mis efectos
personales. En un sobre grande de papel van metiendo lo que llevaba en los bolsillos:
cartera, teléfono móvil, tabaco, encendedor, crucifijo,... Me piden también que
saque el cinturón, el reloj y los cordones de los zapatos.
Una puerta de hierro,
custodiada por un guardia, se abre para dejarme paso y cerrarse, inmediatamente,
en cuanto la cruce. Se me confina en un cuchitril
de paredes algún día blancas, ataviadas de pintadas con todo tipo de insultos.
Una bancada del mismo material que las paredes y con parecida decoración lo
recorre de lado a lado. La pieza parece un frigorífico. El frío cala hasta los
huesos. Unas mantas malolientes están a un lado. No me atrevo a utilizarlas.
Después de un recorrido visual al pequeño y sucio calabozo, me siento, y
reviento en lloros como hacía años no recordaba.
Detenido, interrogado, fichado,
encerrado. Todo parecía haber pasado en décimas de segundo. Apenas pude
reaccionar. Ahora, en una sepulcral soledad, en mi cabeza comienza a estallar
una auténtica tormenta de interrogantes, pensamientos, recuerdos. Todo se
agolpa a velocidad vertiginosa. Desde afuera llegan las burlas de quienes
ocupan el calabozo de enfrente. Un estremecimiento insólito me recorre. El
pánico se apodera totalmente de mí y unos temblores comienzan a agitar mi
cuerpo frío y hasta entonces inmóvil. El tiempo parece detenerse y únicamente
una pregunta zarandea mi mente: "¿Por qué?"
Es Cuaresma. Nada de lo que
estoy viviendo parece tener sentido alguno. De pronto una luz: los momentos que
relatan los Evangelios sobre la Pasión del Señor. Como un consuelo llega
imaginariamente aquel beso de Judas al Señor, aquella injusta prisión, aquel
interrogatorio absurdo al que se ve sometido, aquellos azotes que sufre, la
burla de la que se le hace objeto, el camino cruento que ha de recorrer hacia
el Calvario, la Cruz. Sólo desde la meditación de aquellos misterios parece llegar
algún alivio. Levanto mis ojos hacia lo alto y exclamo lo mismo que el Señor en
aquellos momentos trágicos de su vida en la tierra: "¡Dios mío! ¡Dios
mío! ¿Por qué me has abandonado?". Siento un abandono radical. Estoy
solo, desconcertado, aterrorizado,... "Dios mío ¿por qué?". No
logro entender nada, no acierto a comprender, no encuentro una explicación.
Se abre la puerta y aparece un
joven guardia acompañado de un mozo de cocina. Me traen un bocadillo envuelto
en una servilleta de papel y un café con leche en un pequeño vaso de plástico.
El guardia me pregunta por la razón que me ha traído hasta aquí. "No lo
sé -respondo-, han presentado una denuncia contra mí por presuntos
abusos sexuales". Visiblemente emocionado, el joven guardia me
comunica que han telefoneado preguntando por mí. La puerta vuelve a cerrarse y
recupero la soledad. Incapaz de comer nada, beberé el café con leche que parece
templar algo mi gélido cuerpo.
"¿Cuánto tiempo habrá
transcurrido? Parece toda una eternidad. ¿Cómo estará mi familia? ¿Qué pensarán que estará sucediéndome? ¿Le habrán comunicado mi
situación? ¿Sabrán que permanezco detenido en este calabozo? "
De nuevo se abre la puerta y, esta
vez, aparecen los agentes que me han tomado declaración. Me requieren que los
acompañe hasta el despacho y me devuelven los efectos personales. Al ver el
reloj descubro que han sido más de tres horas de calabozo. Me invitan a subir
al automóvil en el que me conducirán hasta el Juzgado de Guardia n° 5 de Vigo.
Me tratan con delicadeza. No me esposan. Uno de los agentes me indica que puedo
fumar si lo deseo. Me atrevo, en aquel momento, a preguntar con débil voz: "y,
ahora, ¿qué?". Me responde: "tendrá que volver a declarar en
el Juzgado y, después..., según lo que decida el juez...".
Al llegar a Vigo, ante el
edificio de los Juzgados, el compañero que me había llevado a Pontevedra está a
la espera. Intercambia alguna palabra con los agentes mientras permanezco en el
automóvil. Se acerca a preguntarme cómo me encuentro e intenta tranquilizarme.
Espero hasta que los agentes me acompañan hasta una sala habilitada para los
detenidos. Es una sala grande en la planta baja del edificio de los Juzgados.
Es abierta y está acristalada. Solicito permiso para ir al servicio. Me
acompaña el agente y un guardia del juzgado. Éste último hará un comentario
irónico: "aún no ha declarado y, ¿ya se mea?". La tensión a la
que me veo sometido, el frío del calabozo, supongo, y el comentario sarcástico,
me impiden orinar. Retorno a la sala de detenidos donde los dos agentes me
custodian.
Hemos de aguardar a que llegue
la juez y el fiscal. La espera se hace larga y pesada. Un hombre de aspecto
elegante, algo mayor, se dirige hacia mí. Apenas tiene tiempo para comunicarme
que es el abogado asignado por el Obispado para mi defensa. Los agentes le
indican que no puede comunicarse con el detenido. Se retira y telefonea al
letrado que me asistió en Pontevedra para que lo ponga al corriente.
No soy consciente del tiempo
que transcurre hasta que se me ordena pasar al despacho de la juez. Me pregunta
si sé exactamente de qué se me acusa. Manifiesto que me he limitado a responder
a las preguntas que el agente me ha realizado. Decide leerme las declaraciones
de los denunciantes. A medida que lo va haciendo voy rebatiéndolas. Si bien, al
principio, el ambiente es tenso, poco a poco se va suavizando. Incluso hay un
momento en el que la juez soltará una carcajada. Se excusa y explica su
reacción. Al finalizar la declaración me ordenan esperar de nuevo en la sala,
mientras deliberan a cerca de mi destino.
A través del cristal, desde la
sala de detenidos, veo llegar a algunos amigos. Entre ellos, una trae en su
bolso medio millón de pesetas, por si hiciese falta pagar una fianza. Al entrar
al despacho, la juez, después de oír al fiscal que los denunciantes no aportan
ninguna prueba, decreta mi libertad provisional sin fianza con la obligación de
comparecer cada quince días en los juzgados y la incomunicación con los
denunciantes y sus familias. El abogado queda gratamente sorprendido y los
agentes judiciales casi no dan crédito a esta resolución.
Por fin, después de un día de
absoluta tensión y nerviosismo, puedo abrazar a quienes me esperan a la puerta
de los juzgados y dirigirme a casa. No puedo describir la emoción que rodeó
aquel momento en que pude envolverme con mis padres, mi hermana y quienes me
aguardaban. Ceñido a mi madre, reventamos a llorar mientras me comía a besos,
sin dejar a nadie más acercarse a mi, como si tuviera miedo a perderme. Nunca,
hasta este día había sentido tanto la necesidad del cariño de la familia y los
amigos. Nunca, tampoco, me había sentido tan impotente e inútil.
No doy crédito a lo que me está sucediendo y vivo como en una especie de pesadilla de la que es imposible despertar. Una vez en casa, sentado en un sofá, acompañado de los míos, tiemblo como si fuera agitado por un terrible terremoto. No soy capaz de ingerir alimento alguno ni de articular palabra. Me limito a observar y a callar. Aunque me piden que les cuente que ha pasado, apenas soy capaz. Lloro. La confusión sólo me deja observar, llorar, callar. Me siento como fuera de mi mismo. La alegría de volver a casa se confunde con el espanto de lo que a lo largo de todo el día he tenido que vivir.
Todavía ahora, cuando han
pasado más de once años desde aquel terrible día, no puedo olvidar aquellos
acontecimientos que han marcado un giro de ciento ochenta grados en mi vida.
Una convulsión nunca pensada ni esperada hace que mi existencia, hasta entonces
tranquila, feliz, se convierta en un auténtico volcán en ebullición. Todas las
seguridades se tambalean y se derrumban. La pregunta sobre el sentido de la
vida ocupa un primerísimo lugar. "¿Ha merecido la pena la labor hasta
entonces realizada? ¿Ha tenido sentido? ¿Cómo afrontar el futuro
totalmente incierto que se presenta? ¿Es tan fácil truncar la vida de
una persona?"
He de matizar que aunque llamo "diario" a este escrito y a algunos otros pendientes de publicar, en realidad no los escribí hasta pasados varios meses e incluso un año. En aquellos momentos iniciales me resultaba imposible escribir y, todo lo más, tomaba algunas notas en mi agenda. Con el tiempo sí me decidí a escribir día a día lo que me parecía más relevante. Hoy son más de mil folios manuscritos los que tengo aunque dudo que todos ellos puedan verse publicados
ResponderEliminarSobrecogedor, has conseguido que sienta el horror del trance que has vivido, un fuerte abrazo, sigue escribiendo. Álvaro Pérez
ResponderEliminarMuchas gracias, es estimulante el saber que a través de las palabras escritas se pueda hacer sentir al lector. Un abrazo y, al menos de momento, seguiré escribiendo
EliminarCamino hacia la Santidad.
ResponderEliminarCamino sí, el que la vida nos invita a hacer o nos impone... ¿Hacia dónde? Eso sólo al final se puede saber
ResponderEliminarEscalofriante,Delmi....sabía todo lo que te había pasado pero el leerlo así en primera persona me ha resultado estremecedor...Vuelvo a decirte que eres muy valiente relatando todo esto y creo que nos puede ser muy util a todos los que lo leemos.
ResponderEliminarY....estoy muy orgullosa de ser tu amiga...
Muchas gracias, Cris... Creo que os lo debo, a ti y a quienes me habéis acompañado en todos estos años con vuestras oraciones, cartas, ánimos, confianza... Soy yo quien se siente orgulloso de teneros como amigos
ResponderEliminarNO TENGO PALABRAS PERO SI SIENTO LA NECESIDAD DE DECIRLE QUE CON TODOS ESTOS ESCRITOS ME ESTA AYUDANDO MUCHO,YO CREO QUE DEBE ESCRIBIR UN LIBRO.GRACIAS
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