domingo, 4 de noviembre de 2012

Diario (18) El desorden e injusticia social no justifican el abandono personal


Acabo de celebrar la santa Misa. Es casi la hora de comer y me indican que debo acudir al locutorio de abogados.  Es mi anterior abogado. Ha venido a visitar a uno de sus clientes y decide saludarme. Mantenemos un corto diálogo en el que se interesa por mi situación y me desea suerte. Me refiere lo que ya me ha contado en su carta, ninguna novedad.  Aunque serían muchas las cuestiones que desearía plantearle, no formulo ninguna.  Ningún reproche, ninguna objeción.  Ejerzo, porque así me aconsejó mi nuevo letrado si esta ocasión llegara, una diplomacia digna de las más altas instancias vaticanas. Y es que, al parecer, “cualquier comentario que se le escapara en determinados ambientes judiciales podría favorecerme o perjudicarme enormemente”.  Sí, somos clientes, pagamos una minuta, tenemos derecho a ser defendidos por un profesional pero…  
                Me he quedado sin comer. Me voy al economato donde el griego me prepara un café. Presume de hacer los mejores cafés de la cárcel. Hago un acto de fe para creerlo ya que no he tenido  ocasión de  comprobarlo. Lo cierto es que tampoco me interesa demasiado. Para restar importancia al enfado con el que llego, comienza a hablarme de los abogados que él ha contratado. “¡Cincuenta millones de pesetas como minuta! y ya ves que eficaces”, me dice. Después suelta unos cuantos exabruptos para referirse a ellos. Como estamos los dos solos se explaya a gusto. Me recuerda lo del respetable profesor de Derecho que dice a sus alumnos que lo más importante de ser abogado es saber que, se gane o se pierda, en todos los casos se cobra. Y me habla de las tres preguntas que todo abogado hace siempre: “¿tiene usted dinero?”, “¿puede conseguir más dinero?” y “¿tiene algo que pueda vender?”. Continúa hablándome de las leyes de España y de Grecia y afirma que ha tenido suerte al ser condenado en nuestro país. Allá no se andan con tonterías, si a alguien le aprehenden con un alijo de droga, hierba o cocaína, no hay quien le saque de encima treinta años de condena. Distinguen, dice, entre narcotraficante y el “pobre diablo” que sólo consume. “¿Te parece normal que con dieciséis toneladas de marihuana me caigan cuatro años y a un pobre diablo, por llevar un poco más de la dosis permitida para consumo propio de coca, le caigan nueve? ¡No hay derecho!”  No se trata de un ejemplo al azar, justamente se está refiriendo a su caso y al de un interno que está en este mismo módulo. Considera que un toxicómano no debería pisar una cárcel y que deberían ser otras instituciones las que se ocuparan de ellos. De acuerdo en esto último, pero no puedo dejar de aludir a la responsabilidad que los traficantes tienen en todo esto. Se sincera conmigo y me habla de su vida. Finalmente, refiriéndose a mi causa, terminará por abordar el tema de la Ley de protección al menor y dirá no entender que a jóvenes de quince y dieciséis años se les considere “adultos” para unas cosas y “niños” para otras.  Leyes así dan  “carta blanca para que hagan lo que les viene en gana,  en vez de proteger les conceden impunidad total.”
                Cuando se vive una situación de injusticia se aviva el fuego, la pasión personal por la justicia, y se siente la necesidad de que no se sofoque y se olvide, como si sólo fuera la pretensión de algún loco idealista. Anacarsis, un filósofo escita del s. V a. C. exclamaba: “Muchas veces las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan prendidos en ellas; los grandes las rompen”. ¿Acaso no se ha embotado en nuestra sociedad, ante el desorden que nos rodea, la sensibilidad para lo humano, para la justicia? Demasiadas veces nos resignamos a contemplar la realidad como observadores imparciales.
                Desde la perspectiva cristiana, la causa del desorden de nuestro entorno no es otra que el pecado. ¡Pecado! Tanto la palabra como la realidad de su existencia ha sido olvidada y relegada al abandono. ¿Quién se atreve a hablar de pecado? Los mismos fieles, que habitualmente llevan a cabo prácticas de piedad y acuden asiduamente a las celebraciones dominicales, se ríen cuando oyen pronunciar este término. ¿Cuántas veces, en un confesonario, se comienza con un “yo no tengo pecados, pero…”?
                Isaac Newton llegó a decir: “Considero la Sagrada Escritura como la más sublime filosofía”. Hoy, lo más fácil, es encontrarnos a cualquier charlatán capaz de considerarla como una escritura obsoleta, trasnochada, caduca. Sin embargo, la Sagrada Escritura nos da razón cierta de la causa del desorden de la sociedad y del mundo. La soberbia es no sólo el más importante, sino el comienzo de todo pecado.  Aquel “seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn. 3, 5), será el desencadenante del pecado de la humanidad. El hombre será propenso a ver en Dios una propia limitación y no la fuente de su liberación, en expresión de San Agustín “amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios” (De civitate Dei 14, 28) ¿No lo vemos confirmado en nuestros días, en los que ideologías ateas intentan desarraigar la religión basándose en el presupuesto de que determina la radical “alienación” del hombre? Es Juan Pablo II quien nos recuerda que “El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede conocer el bien y el mal como si fuera Dios… Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia…”  (cfr. Dominum et vivificantem, nn 33-36).
                Es el Espíritu Santo quien nos da en cada circunstancia la gracia necesaria para vencer: “cuando luchamos, Dios no está de espectador, como está el público ante los jugadores.  Dios ayuda”, dice San Agustín (sermón 128, 9).
                La comprensión de esta realidad, el pecado como causa del desorden, el don del Espíritu Santo para ayudar a discernir entre el bien y el mal, será la que me ayude a seguir luchando en esta situación. A pesar de la debilidad física, a pesar de las contrariedades, aunque a mi alrededor no descubra más que injusticia y desorden, no estoy solo.  Hace años, desde el seminario menor, quedó grabada en mi memoria aquella frase: “guarda un orden y el orden te guardará”. Igual que en la calle, es necesario en la prisión mantener un orden, tanto en lo externo como en lo interno. Aprovecho los martes de cada semana para hacer mi charla espiritual con el capellán. Es una ocasión privilegiada para consultar sobre los aspectos concretos de mi vida espiritual y para confesarme.  “Conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía… Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior, y encontraréis al “Tú” que cura las angustias, las preocupaciones y ese subjetivismo salvaje que no deja paz”, escribe Juan Pablo II. 

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