Han pasado las duras jornadas de
prisión. Aún pudiendo gozar de la familia, del hogar, de algunos de mis amigos,
no soy feliz. Todavía queda por esclarecer en un juicio mi inocencia. Esa es la
obsesiva idea que constantemente me persigue. Puede haber quien piense que ya
eres feliz porque ve dibujada en tu rostro una sonrisa. No es así. La sonrisa no
se corresponde con el estado del alma. No lloro como al principio, pero por
dentro un mar de tristeza me invade el corazón. No, no soy feliz. Y menos,
cuando a mi alrededor descubro la certeza de aquellas palabras que hablan de amistad:
"El amigo ama en todo tiempo!; es un hermano para el día de la
desventura. Hay amigos que sólo son para ruina, pero los hay más afectos
que un hermano" (Prov. 17, 17.24). Experimentas que son más los amigos
"para ruina" que los "más afectos que un
hermano". En un poema
de Rosalía de Castro, Los Tristes, encuentro descrita la situación en la que me
encuentro inmerso:
De la torpe
ignorancia que confunde
lo mezquino y lo inmenso,
de la dura injusticia del más alto,
de la saña mortal de los pequeños,
no es posible que huyáis cuando os
conocen
y os buscan, como busca el zorro
hambriento
a la indefensa tórtola en los campos;
y
al querer esconderos
de sus cobardes iras, ya en el monte,
en la ciudad o en el retiro estrecho,
“¡Ahí va! –exclaman- ¡Ahí va!”, y allí
os insultan
y señalan con íntimo contento,
cual la mano implacable y vengativa
señala al triste y fugitivo reo.
Como "triste y fugitivo
reo" me veo a cada paso. No soy capaz, más que cuando me lo proponen,
de abandonar el "retiro estrecho" en el que trato de refugiarme
día a día. Me obligan a salir para distraer la mente y tratar de olvidar la
obsesiva idea que me está carcomiendo. Lo hago, obediente, pero sin aliciente
alguno, sin esperanza. Y a medida que el tiempo va pasando, lejos de olvidar lo
que sucede, más en carne viva se va transformando la herida latente que llevo
escondida.
No he desaparecido, no me he fugado.
Vivo en el domicilio familiar, casi recluido, sin apenas relacionarme con mucha
más gente que con mi propia familia. Los días se hacen eternos la mayor parte
de las veces. Mi salida más lejana es a Santiago de Compostela, para visitar al
psiquiatra. No han acertado quienes apuntaban a mi posible evasión.
Las escapadas más especiales son las
que realizo en barco. Navegar se ha convertido en una de las más relajantes aficiones.
Todo parece cambiar cuando voy al timón de la pequeña embarcación de recreo que
me "prestan". El aire rompiendo en el rostro, aire de
libertad, parece lavar de él todas las desdichas. Poder surcar las olas me hace
vivir una sensación increíble de dominio y emancipación. Es como si sólo existiésemos
el mar y yo. Todo ese inmenso mar azul que se abre ante mis ojos parece estar
invitándote a cruzarlo, sin importar el tiempo, y a zambullirme en él. El mar,
tan terrible para unos, tan amable para mí.
Cada vez que tengo oportunidad de
salir a navegar es como si recibiera una inyección de optimismo, de vitalidad,
de ansia de futuro y esperanza. Ver el lejano horizonte confundiéndose con el
mar parece darme alas, incluso, para volar. Cuando el sol se mete, enrojeciendo
el firmamento, deseo fundirme con él en el océano para surgir nuevamente con él
al amanecer. ¡Sí! Llevar el timón me hace sentir dueño de mi mismo y de la
situación por unos instantes. Son momentos inolvidables y entrañables que me ayudan
a seguir sintiéndome vivo. ¡Sí! Recupero la felicidad cada vez que puedo
hacerme al mar. En él parecen naufragar las penas para dejar surgir con nueva
fuerza la alegría de vivir. El zigzag de las olas balanceando la embarcación destapa
en mí la ilusión de luchar para vencer las tempestades que me acechan en la
vida.
La vida sigue, pero cuando te haces a
la mar, parece detenerse para dejarte disfrutar de la maravilla de la creación.
Al atracar en puerto, ya de vuelta, lo hago con la satisfacción de haber
realizado con éxito la pequeña travesía. Un deseo: que el mismo éxito me
acompañe en el turbulento océano al que he de enfrentarte al dejar la motora.
Y, como un susurro, parece oírse: "lo lograrás".
Si algo de positivo tuviera que
destacar en esta trastocada biografía
que me ha tocado reflejar, por encima de todo, estaría este descubrimiento de
la navegación como fuente de energía que me ayuda a emerger del profundo abismo
en el que me siento tantas veces hundido. No puedo caminar sobre las aguas,
pero siento la calma que ellas me transmiten. El rugir de las olas que rompen
contra la orilla parece asustarnos cuando tomamos el gobierno de la nave. Pero
a medida que nos adentramos en las aguas, ese rugir va convirtiéndose en rumor,
en susurro y, por fin, en silencio. Somos capaces de gobernar la nave y de
llevarla a puerto. No importa el rugir de las olas, no importa la oscuridad de
la noche, no importa el zigzag que zarandea la embarcación,... ¡Importa
sostener con firmeza el timón para llegar a puerto! ¡Importa marcar el rumbo y
saber orientarse por la rosa de los vientos! ¡Importa perder el temor y
lanzarse!
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