martes, 20 de noviembre de 2012

Diario (35) Una afición


Han pasado las duras jornadas de prisión. Aún pudiendo gozar de la familia, del hogar, de algunos de mis amigos, no soy feliz. Todavía queda por esclarecer en un juicio mi inocencia. Esa es la obsesiva idea que constantemente me persigue. Puede haber quien piense que ya eres feliz porque ve dibujada en tu rostro una sonrisa. No es así. La sonrisa no se corresponde con el estado del alma. No lloro como al principio, pero por dentro un mar de tristeza me invade el corazón. No, no soy feliz. Y menos, cuando a mi alrededor descubro la certeza de aquellas palabras que hablan de amistad: "El amigo ama en todo tiempo!; es un hermano para el día de la desventura. Hay amigos que sólo son para ruina, pero los hay más afectos que un hermano" (Prov. 17, 17.24). Experimentas que son más los amigos "para ruina" que los "más afectos que un hermano". En un poema de Rosalía de Castro, Los Tristes, encuentro descrita la situación en la que me encuentro inmerso:

De la torpe ignorancia que confunde
lo mezquino y lo inmenso,
de la dura injusticia del más alto,
de la saña mortal de los pequeños,
no es posible que huyáis cuando os conocen
y os buscan, como busca el zorro hambriento
a la indefensa tórtola en los campos;
            y al querer esconderos
de sus cobardes iras, ya en el monte,
en la ciudad o en el retiro estrecho,
“¡Ahí va! –exclaman- ¡Ahí va!”, y allí os insultan
y señalan con íntimo contento,
cual la mano implacable y vengativa
señala al triste y fugitivo reo.

Como "triste y fugitivo reo" me veo a cada paso. No soy capaz, más que cuando me lo proponen, de abandonar el "retiro estrecho" en el que trato de refugiarme día a día. Me obligan a salir para distraer la mente y tratar de olvidar la obsesiva idea que me está carcomiendo. Lo hago, obediente, pero sin aliciente alguno, sin esperanza. Y a medida que el tiempo va pasando, lejos de olvidar lo que sucede, más en carne viva se va transformando la herida latente que llevo escondida.
No he desaparecido, no me he fugado. Vivo en el domicilio familiar, casi recluido, sin apenas relacionarme con mucha más gente que con mi propia familia. Los días se hacen eternos la mayor parte de las veces. Mi salida más lejana es a Santiago de Compostela, para visitar al psiquiatra. No han acertado quienes apuntaban a mi posible evasión.
Las escapadas más especiales son las que realizo en barco. Navegar se ha convertido en una de las más relajantes aficiones. Todo parece cambiar cuando voy al timón de la pequeña embarcación de recreo que me "prestan". El aire rompiendo en el rostro, aire de libertad, parece lavar de él todas las desdichas. Poder surcar las olas me hace vivir una sensación increíble de dominio y emancipación. Es como si sólo existiésemos el mar y yo. Todo ese inmenso mar azul que se abre ante mis ojos parece estar invitándote a cruzarlo, sin importar el tiempo, y a zambullirme en él. El mar, tan terrible para unos, tan amable para mí.
Cada vez que tengo oportunidad de salir a navegar es como si recibiera una inyección de optimismo, de vitalidad, de ansia de futuro y esperanza. Ver el lejano horizonte confundiéndose con el mar parece darme alas, incluso, para volar. Cuando el sol se mete, enrojeciendo el firmamento, deseo fundirme con él en el océano para surgir nuevamente con él al amanecer. ¡Sí! Llevar el timón me hace sentir dueño de mi mismo y de la situación por unos instantes. Son momentos inolvidables y entrañables que me ayudan a seguir sintiéndome vivo. ¡Sí! Recupero la felicidad cada vez que puedo hacerme al mar. En él parecen naufragar las penas para dejar surgir con nueva fuerza la alegría de vivir. El zigzag de las olas balanceando la embarcación destapa en mí la ilusión de luchar para vencer las tempestades que me acechan en la vida.
La vida sigue, pero cuando te haces a la mar, parece detenerse para dejarte disfrutar de la maravilla de la creación. Al atracar en puerto, ya de vuelta, lo hago con la satisfacción de haber realizado con éxito la pequeña travesía. Un deseo: que el mismo éxito me acompañe en el turbulento océano al que he de enfrentarte al dejar la motora. Y, como un susurro, parece oírse: "lo lograrás".
Si algo de positivo tuviera que destacar en esta trastocada biografía que me ha tocado reflejar, por encima de todo, estaría este descubrimiento de la navegación como fuente de energía que me ayuda a emerger del profundo abismo en el que me siento tantas veces hundido. No puedo caminar sobre las aguas, pero siento la calma que ellas me transmiten. El rugir de las olas que rompen contra la orilla parece asustarnos cuando tomamos el gobierno de la nave. Pero a medida que nos adentramos en las aguas, ese rugir va convirtiéndose en rumor, en susurro y, por fin, en silencio. Somos capaces de gobernar la nave y de llevarla a puerto. No importa el rugir de las olas, no importa la oscuridad de la noche, no importa el zigzag que zarandea la embarcación,... ¡Importa sostener con firmeza el timón para llegar a puerto! ¡Importa marcar el rumbo y saber orientarse por la rosa de los vientos! ¡Importa perder el temor y lanzarse!



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