Desde hace
algunos días vivimos en la planta superior del módulo. Sólo había una reclusa.
Han fijado una reja metálica en el centro del pasillo y nos han dado orden de
trasladamos a unos cuantos, diez en total. Las celdas son totalmente nuevas, no
se habían estrenado hasta ahora. Nos ha costado convencer al ciego. Está tan
acostumbrado a su chabolo que supone
no poder adaptarse a otro. Nuestro interno de apoyo se desespera. Discuten. Con
el cabo tomo la determinación de
hacer que el ciego nos acompañe. Una vez allí, comprueba por sí mismo que no
hay diferencia entre una celda y otra. Se persuade y accede, por fin, al
cambio. El interno de apoyo y yo trasladamos sus cosas. Después de hacer una
limpieza a fondo colocamos las taquillas y camas en el mismo orden en que se
encontraban en la antigua celda. El ciego únicamente echará de menos el canto
de los pájaros cada mañana.
A partir de
ese momento tendremos mayor tranquilidad. Podremos dejar abiertas nuestras
celdas sin miedo a que nos falte nada o a que entre algún extraño. El nivel de
confianza y comunicación será cada vez mayor entre quienes nos hemos trasladado.
La limpieza en el pasillo y donde hacemos la colada será extrema. Gozaremos de
orden, silencio, respeto, afabilidad... Esta zona se convierte para nosotros en una especie de residencia. Los momentos más agradables, incluso algunos de
carcajadas, se darán aquí. Nos integramos a manera de una original familia en la que cada uno coopera para
que todo vaya sobre ruedas.
Regularmente,
antes de que nos chapen, paseamos por
el pasillo contando anécdotas. Uno de los días en que más reímos, después de tomar
el pelo al licenciado por el pijama
de rayas que lleva puesto, comienza a realizar actuaciones típicas del mejor
espectáculo humorístico del que se pueda hacer gala. Con la toalla a modo de
montera, el pantalón izado como si fuera un torero y unas expresiones
corporales inigualables, no nos dejaba tiempo a respirar y nos dolía el vientre
y la cabeza de tanto reír.
En otra
ocasión, mi interno de apoyo se animó a proporcionamos unas exhibiciones de baile, desde el estilo
Mickel Jackson hasta la mismísima danza del vientre. Verlo a él, contorsionando
un cuerpo que parecía elástico, era un entretenimiento, descubrir al cabo o al teñido, este último de setenta años, tratando de imitarlo, un
auténtico circo.
El uno de
noviembre se convierte en una de esas fechas en la que más me cuesta
sonreír. Para los cristianos, junto al
día dos, es una jornada de entrañable dimensión espiritual: unirnos a la
comunión de todos esos seres queridos que gozan ya de la dicha que no tiene fin
y que alienta nuestra esperanza en el futuro, y recordar y orar por quienes han
convivido con nosotros a lo largo de algunos años aquí en la tierra. Mi padre y yo, en este primer día del mes,
hemos celebrado siempre nuestra onomástica con una comida en familia. Ha sido,
hasta hoy, uno de esos días amables que la vida nos regala. Es la primera vez
que no lo podemos celebrar juntos. Me han hecho llegar el regalo de rigor y,
junto a él, uno especial que adornará, en adelante, el tablero de mi celda:
unos dibujos y letras de mis sobrinas. No puedo contener mis emociones y me
asaltan los recuerdos.
Sí, también
quienes pertenecemos a esta casta, la de los curas, nos enternecemos con las
singulares y sencillas muestras de afecto y cariño que nos dedican quienes nos
quieren y admiran, aunque no nos entiendan. Tampoco es preciso entender a las
personas y sus opciones para quererlas y respetarlas.
Tengo dos
sobrinas, de ocho y cuatro años. Las echo enormemente de menos. En días tan
singulares, más aún. Para mí, sacerdote, son ese componente afectivo que
completa más mi vida. No me importa hablar de ellas. Como suele decirse, me cae la baba cuando lo hago. Y me da
igual que me cuenten el mismo chistecito de siempre, ése de que a los
sacerdotes todos nos llaman padre,
menos los hijos que nos llaman tío.
Desde el
pasado veintitrés de octubre sólo he tenido ocasión de estar con la familia el
sábado veintisiete en locutorios. Por teléfono sí hemos conversado. Es por este
medio, contadas las veces, cuando he podido hablar con las niñas, porque
coincidieran en casa al llamar, o con algún amigo o amiga, o con nuestra
empleada de hogar, que es ya una más de la familia. Precisamente he sido yo
quien asistió a su matrimonio con un vecino y amigo. Desde que este infierno ha comenzado siempre se ha
mostrado pendiente hasta del más mínimo detalle. Es un encanto. También la picaresca se cierne sobre las buenas y
entregadas mujeres que trabajan como empleadas de hogar en las casas de los
sacerdotes. Habría que hacerles un homenaje por la valentía con que se
enfrentan a toda clase de rumores, cuchicheos y chismes.
Un mes de
reclusión me hace sentir el peso del tiempo. Un proverbio vietnamita da mil
vueltas hoy en mi cabeza: “un día en
prisión vale mil otoños fuera”. Este puente de noviembre se hace
especialmente largo. Aunque alguno de los días es de precepto, sólo yo puedo celebrar
la Santa Misa porque no está previsto ni autorizado que los reclusos asistan
más que los domingos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario