El martes veinticuatro de abril se
convierte en una jornada especial. Le han concedido permiso al griego, uno de los presos con los que he
convivido durante mi estancia en prisión. Viene al piso de acogida que el
capellán ha conseguido para los reclusos que no tienen familia que los reciba,
en su mayoría extranjeros. Los tres, el capellán, él y yo, vamos a comer
juntos. Después tomamos un café con el compañero de curso que ha visitado la
prisión en varias ocasiones como voluntario. Tengo ocasión, además, de
estar con el teñido, que ha alcanzado
ya la libertad y nos invita a cenar en su casa. Recordamos los días que hemos pasado
juntos y reímos evocando multitud de anécdotas. Siento que hay algo especial
que nos une y que nos hace abrigar una sensación particular. A las voluntarias que
trabajan con el capellán les sorprende esta camaradería que se da entre
nosotros y la satisfacción que sentimos al reencontramos.
El permiso que le han concedido al griego es de tres días. El jueves
prepara una cena de despedida típica de su país de origen. Llevaba
veinticinco meses recluido en prisión. Está eufórico. Lo único malo es tener
que regresar de nuevo al centro penitenciario. Pero bueno, al haberle concedido
este primer permiso, se le otorgarán con mayor facilidad los siguientes y
podrá, enseguida, acogerse al tercer grado. Entonces podrá ser extraditado a su país. Es lógica su excitación.
Le pregunto por los demás compañeros
de módulo. Alguno ya está en libertad, otros
todavía no tienen siquiera un permiso. Aunque lo han solicitado no se los
conceden. Es el caso de mi interno de
apoyo, por ejemplo, que lleva cuatro años en prisión. Lo mismo le sucede al
"cabo", y éste lleva
muchos más de cuatro. Me cuenta que están desesperados. Igualmente, me habla de otro de ellos que
ya lleva dos años en prisión preventiva, el hijo
del cabo, es todavía joven y tiene una niña pequeña. Su sufrimiento es, sin
duda, atroz. Pienso en la "suerte" que he tenido. Aunque estoy
pendiente de un juicio, estoy con mi familia y en mi hogar. Cuando me encuentro
mal puedo salir a dar un paseo, puedo estar con algún amigo, puedo, en
definitiva, moverme con cierta libertad. Me siento prisionero de la situación
en la que me encuentro, pero es totalmente distinto a tener que permanecer
encerrado en la celda de un módulo de la prisión. Sufro, pero es un sufrimiento
muy distinto.
Desde la perspectiva que se adquiere
al haber estado en prisión la realidad no se percibe del mismo modo que alguien
que no ha tenido que padecerla. No trato de disculpar, de justificar o excusar
a quienes la sufren. Sin lugar a dudas la pena impuesta a muchos de los
internos es justa. Pero también, y esto es lo que sí quiero subrayar, se dan
situaciones injustas. El hecho de que exista la prisión preventiva y de que sea
necesario esperar por un juicio tanto tiempo ¿no es, a todas luces, inhumano y objeto
de denuncia en muchas ocasiones?
En mis días en libertad provisional bajo
fianza recuerdo los días de prisión y, en especial, a quienes he tenido
oportunidad de conocer. Se puede decir, hasta cierto punto, que los echo en
falta. Sé que ellos sienten lo mismo. Así me lo han hecho saber en navidades,
cuando me escriben: “Hola Edelmiro, ya
sabes que tu ausencia nos llena el corazón de pena pero a la vez nos alegramos
muchísimo de que te hayas ido, porque tú eres una persona excelente y de
corazón pedimos todos tus “diabólicos” que pases unas felices fiestas rodeado
de tus personas queridas y te pedimos que nunca nos olvides porque nosotros
tampoco lo haremos”. Es verdad que la situación que he vivido ha sido atípica,
tanto por el tiempo que he pasado, como por la gente con la que me ha
tocado tratar. Me carteo con alguno de ellos pero me aconsejan no ir a visitarlos,
lo que podría hacer a través del locutorio. Me cuesta, pues conmigo se han
portado extraordinariamente bien. Me siento en deuda con ellos. Les estoy
agradecido por la preocupación que han mostrado por mí, por la confianza que en
mí depositaron, por el afecto y respeto con que me han tratado. Sería
emocionante poder reencontrarse con ellos en libertad, reinsertados, como
amigos que, después de haber pasado por una etapa trágica en la vida, se unen
para experimentar una nueva época alejada del ambiente del hampa, de la
delincuencia, del delito. Una vida digna en la que, si se ha pagado por un
delito cometido, se pueda pasear sin ser señalado, sin levantar sospechas, con
la cabeza en alto y la conciencia tranquila. ¿Será sólo una utopía?
Cuando uno se enfrenta a la cárcel por
primera vez, un estremecimiento indescriptible le sobrecoge. No es sólo una
realidad nueva, sino una realidad de la que se ha oído hablar en innumerables
ocasiones, y ¡nunca bien! A priori, es el lugar en el que la sociedad confina a
quienes han infringido las normas, a quienes no han sabido convivir en libertad
y han infligido daños a terceros. Nadie, en su sano juicio, podrá sentirse
orgulloso o feliz de tener que ingresar en prisión. Al hablar de quien está en
la cárcel no suele nadie referirse a él por su nombre, sino por su delito. Así decimos
que en la cárcel están los homicidas, asesinos, narcotraficantes, violadores,
estafadores, atracadores, ladrones…criminales de toda índole y pelaje.
Entrar con protocolo de suicidio y tener que compartir celda con un interno de apoyo y con algún otro no
inspira, en absoluto, ninguna tranquilidad. ¿Qué delitos habrán cometido
quienes comparten mi celda? No puedes dormir sereno, no sólo ya por verte entre
rejas, sino por el miedo a que cualquiera de ellos pueda hacerte algún daño en
cuanto se le presente la oportunidad. Sin embargo, como ya he relatado
anteriormente, los esquemas se rompen, los prejuicios caen por tierra. Pronto
se da uno cuenta de que aquí, como en cualquier lugar, hay personas. No, no es
el infierno. No niego que, muchas veces,
la existencia allí se convierta en un infierno. Pero también es verdad,
así lo he vivido, que algunos de los que te rodean, aunque hayan delinquido,
son personas solidarias, generosas, responsables…con virtudes.
Es relativamente fácil hacer juicios
de valor sobre los demás, en especial, sobre quienes han quebrantado la ley. Si
alguien la vulnera, pensamos, debe pagar por ello y con una mayor o menor
sanción según la gravedad de la infracción. Pero, ¿sería esto aplicar justicia?
Creo que convendríamos, mayoritariamente, en que no. Al hablar de seres
humanos, de comportamientos humanos, son diversos y múltiples los factores que
se deben tener en cuenta y que pueden aumentar, atenuar o mitigar la
responsabilidad de quien ha infringido la ley. A la hora de emitir un
veredicto, si quiere ser justo, nos encontramos con una mayor dificultad de la
que podemos pensar. ¿Es la persona conocedora de la ley que vulneró? ¿Tiene el
suficiente dominio de sí mismo como para poder cumplirla? ¿Algún factor,
externo o interno, puede haber condicionado a la persona que no ha cumplido la
ley? ¿Es la ley, en sí misma, justa? Son muchas las preguntas que podemos
formular y que nos pueden ayudar a discernir el conflicto que muchas veces
supone cumplir o incumplir la ley y, por ende, emitir un dictamen justo.
Esta realidad, así simplificada, nos
permite vislumbrar que las personas juzgadas y condenadas no dejan de tener
derechos y, en especial, el de seguir siendo consideradas en su dignidad de
persona ¿Qué lo ha llevado a perpetrar una fechoría? Una persona enajenada por
razones psicológicas, un toxicómano, un huérfano social… ¿no siguen siendo
personas? ¿No tendremos que tratar de ponernos siempre, también en el caso de
un delincuente, en su situación? ¿Qué hubiéramos hecho en sus mismas
circunstancias, con la misma formación, ante la misma ocasión y situación?
No hemos de olvidar que detrás de cada
interno hay una historia humana, una determinada y particular historia que, si
conociéramos, tal vez comprendiéramos. Hay comportamientos y actitudes en sí
mismos deleznables por inhumanos, por supuesto, y que seguramente jamás
cometeríamos. Pero se trata de caer en la cuenta de que lo que hemos de
condenar es el error, no al que yerra. Al que se equivoca hay que procurar
entenderlo y ayudarlo para que se corrija y cambie. ¿Somos conscientes de ello?
Un escritor guatemalteco, Julio Fausto
Aguilera, decía: “La prisión me posee,
pero yo poseo la libertad”. Lech Walesa, quien llegó a ser presidente de
Polonia, también dijo: “Siempre soy
libre, incluso en prisión. Mis pensamientos, mis sueños y mis aspiraciones no
pueden ser destruidos materialmente”. Como sacerdote, me veo urgido a
comprometerme más radicalmente en el amor a Dios que se manifiesta en el amor a
todo hombre, en especial, al más indigente. ¿Quién más necesitado de esperanza,
de justicia, de amor, de verdad, de libertad…que los reclusos? Ellos me dan su
confianza, su servicio, su afecto, su sentido del humor, su amistad. He de
corresponderles añadiendo a todo eso mi testimonio de fe, aunque sea
silencioso. He de esforzarme en que tengan la oportunidad de descubrir el amor
de Dios por cada uno. No llevo distintivo externo alguno que me identifique
como sacerdote. Pero pronto todos saben que lo soy y como tal me tratan, con
respeto, sin clericalismo, sin esos remilgos que tantos te otorgan en la calle.
Como sacerdote, he tenido la oportunidad de escuchar en confidencia a algunos
reclusos. No son todos, ni mucho menos, como las crónicas periodísticas o las
noticias televisivas nos los presentan. Te hablan claro y con claridad les
puedes hablar. ¡Cuántas conversaciones que parecerían impensables!
La prisión es ahora mi nuevo campo de
acción evangelizadora y pastoral. Aunque sea la primera vez que me enfrento a
ella y no haya realizado hasta entonces ningún tipo de experiencia pastoral ni
remotamente parecida, sin programaciones ni previas reuniones de preparación,
dejo que sea Dios el único guía que me conduzca y me lleve. Entonces, poco a
poco, se descubre que en la prisión hay muchas almas que tienen ilusión,
sueños, esperanzas. Que quieren comenzar una vida nueva y dejar atrás al hombre viejo. Tenía razón la persona que
me escribió invitándome a ser sembrador de alegría y de paz: “…procuramos llevar con nosotros la paz,
dondequiera que estemos. De modo que cuando las olas se encrespan, echamos
encima de las pasiones nuestras y de las de los demás…un poco de amor… Llevamos
la paz y dejamos la paz”.
La oración de San Francisco de Asís
que me hacen llegar y que rezo a diario, me da las pautas de actuación.
¿No es este el mejor modelo de
rehabilitación y reinserción? ¿No es el que tanto prisioneros como libres hemos
de seguir siempre en nuestras vidas?
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