viernes, 23 de noviembre de 2012

Diario (37) Recuerdo los días de prisión


El martes veinticuatro de abril se convierte en una jornada especial. Le han concedido permiso al griego, uno de los presos con los que he convivido durante mi estancia en prisión. Viene al piso de acogida que el capellán ha conseguido para los reclusos que no tienen familia que los reciba, en su mayoría extranjeros. Los tres, el capellán, él y yo, vamos a comer juntos. Después tomamos un café con el compañero de curso que ha visitado la prisión en varias ocasiones como voluntario. Tengo ocasión, además, de estar con el teñido, que ha alcanzado ya la libertad y nos invita a cenar en su casa. Recordamos los días que hemos pasado juntos y reímos evocando multitud de anécdotas. Siento que hay algo especial que nos une y que nos hace abrigar una sensación particular. A las voluntarias que trabajan con el capellán les sorprende esta camaradería que se da entre nosotros y la satisfacción que sentimos al reencontramos.
El permiso que le han concedido al griego es de tres días. El jueves prepara una cena de despedida típica de su país de origen. Llevaba veinticinco meses recluido en prisión. Está eufórico. Lo único malo es tener que regresar de nuevo al centro penitenciario. Pero bueno, al haberle concedido este primer permiso, se le otorgarán con mayor facilidad los siguientes y podrá, enseguida, acogerse al tercer grado. Entonces podrá ser  extraditado a su país. Es lógica su excitación.
Le pregunto por los demás compañeros de módulo. Alguno ya está en libertad,  otros todavía no tienen siquiera un permiso. Aunque lo han solicitado no se los conceden. Es el caso de mi interno de apoyo, por ejemplo, que lleva cuatro años en prisión. Lo mismo le sucede al "cabo", y éste lleva muchos más de cuatro. Me cuenta que están desesperados. Igualmente, me habla de otro de ellos que ya lleva dos años en prisión preventiva, el hijo del cabo, es todavía joven y tiene una niña pequeña. Su sufrimiento es, sin duda, atroz. Pienso en la "suerte" que he tenido. Aunque estoy pendiente de un juicio, estoy con mi familia y en mi hogar. Cuando me encuentro mal puedo salir a dar un paseo, puedo estar con algún amigo, puedo, en definitiva, moverme con cierta libertad. Me siento prisionero de la situación en la que me encuentro, pero es totalmente distinto a tener que permanecer encerrado en la celda de un módulo de la prisión. Sufro, pero es un sufrimiento muy distinto.
Desde la perspectiva que se adquiere al haber estado en prisión la realidad no se percibe del mismo modo que alguien que no ha tenido que padecerla. No trato de disculpar, de justificar o excusar a quienes la sufren. Sin lugar a dudas la pena impuesta a muchos de los internos es justa. Pero también, y esto es lo que sí quiero subrayar, se dan situaciones injustas. El hecho de que exista la prisión preventiva y de que sea necesario esperar por un juicio tanto tiempo ¿no es, a todas luces, inhumano y objeto de denuncia en muchas ocasiones?
En mis días en libertad provisional bajo fianza recuerdo los días de prisión y, en especial, a quienes he tenido oportunidad de conocer. Se puede decir, hasta cierto punto, que los echo en falta. Sé que ellos sienten lo mismo. Así me lo han hecho saber en navidades, cuando me escriben: “Hola Edelmiro, ya sabes que tu ausencia nos llena el corazón de pena pero a la vez nos alegramos muchísimo de que te hayas ido, porque tú eres una persona excelente y de corazón pedimos todos tus “diabólicos” que pases unas felices fiestas rodeado de tus personas queridas y te pedimos que nunca nos olvides porque nosotros tampoco lo haremos”. Es verdad que la situación que he vivido ha sido atípica, tanto por el tiempo que he pasado, como por la gente con la que me ha tocado tratar. Me carteo con alguno de ellos pero me aconsejan no ir a visitarlos, lo que podría hacer a través del locutorio. Me cuesta, pues conmigo se han portado extraordinariamente bien. Me siento en deuda con ellos. Les estoy agradecido por la preocupación que han mostrado por mí, por la confianza que en mí depositaron, por el afecto y respeto con que me han tratado. Sería emocionante poder reencontrarse con ellos en libertad, reinsertados, como amigos que, después de haber pasado por una etapa trágica en la vida, se unen para experimentar una nueva época alejada del ambiente del hampa, de la delincuencia, del delito. Una vida digna en la que, si se ha pagado por un delito cometido, se pueda pasear sin ser señalado, sin levantar sospechas, con la cabeza en alto y la conciencia tranquila. ¿Será sólo una utopía?
Cuando uno se enfrenta a la cárcel por primera vez, un estremecimiento indescriptible le sobrecoge. No es sólo una realidad nueva, sino una realidad de la que se ha oído hablar en innumerables ocasiones, y ¡nunca bien! A priori, es el lugar en el que la sociedad confina a quienes han infringido las normas, a quienes no han sabido convivir en libertad y han infligido daños a terceros. Nadie, en su sano juicio, podrá sentirse orgulloso o feliz de tener que ingresar en prisión. Al hablar de quien está en la cárcel no suele nadie referirse a él por su nombre, sino por su delito. Así decimos que en la cárcel están los homicidas, asesinos, narcotraficantes, violadores, estafadores, atracadores, ladrones…criminales de toda índole y pelaje.
Entrar con protocolo de suicidio y tener que compartir celda con un interno de apoyo y con algún otro no inspira, en absoluto, ninguna tranquilidad. ¿Qué delitos habrán cometido quienes comparten mi celda? No puedes dormir sereno, no sólo ya por verte entre rejas, sino por el miedo a que cualquiera de ellos pueda hacerte algún daño en cuanto se le presente la oportunidad. Sin embargo, como ya he relatado anteriormente, los esquemas se rompen, los prejuicios caen por tierra. Pronto se da uno cuenta de que aquí, como en cualquier lugar, hay personas. No, no es el infierno. No niego que, muchas veces,  la existencia allí se convierta en un infierno. Pero también es verdad, así lo he vivido, que algunos de los que te rodean, aunque hayan delinquido, son personas solidarias, generosas, responsables…con virtudes.
Es relativamente fácil hacer juicios de valor sobre los demás, en especial, sobre quienes han quebrantado la ley. Si alguien la vulnera, pensamos, debe pagar por ello y con una mayor o menor sanción según la gravedad de la infracción. Pero, ¿sería esto aplicar justicia? Creo que convendríamos, mayoritariamente, en que no. Al hablar de seres humanos, de comportamientos humanos, son diversos y múltiples los factores que se deben tener en cuenta y que pueden aumentar, atenuar o mitigar la responsabilidad de quien ha infringido la ley. A la hora de emitir un veredicto, si quiere ser justo, nos encontramos con una mayor dificultad de la que podemos pensar. ¿Es la persona conocedora de la ley que vulneró? ¿Tiene el suficiente dominio de sí mismo como para poder cumplirla? ¿Algún factor, externo o interno, puede haber condicionado a la persona que no ha cumplido la ley? ¿Es la ley, en sí misma, justa? Son muchas las preguntas que podemos formular y que nos pueden ayudar a discernir el conflicto que muchas veces supone cumplir o incumplir la ley y, por ende, emitir un dictamen justo.
Esta realidad, así simplificada, nos permite vislumbrar que las personas juzgadas y condenadas no dejan de tener derechos y, en especial, el de seguir siendo consideradas en su dignidad de persona ¿Qué lo ha llevado a perpetrar una fechoría? Una persona enajenada por razones psicológicas, un toxicómano, un huérfano social… ¿no siguen siendo personas? ¿No tendremos que tratar de ponernos siempre, también en el caso de un delincuente, en su situación? ¿Qué hubiéramos hecho en sus mismas circunstancias, con la misma formación, ante la misma ocasión y situación?
No hemos de olvidar que detrás de cada interno hay una historia humana, una determinada y particular historia que, si conociéramos, tal vez comprendiéramos. Hay comportamientos y actitudes en sí mismos deleznables por inhumanos, por supuesto, y que seguramente jamás cometeríamos. Pero se trata de caer en la cuenta de que lo que hemos de condenar es el error, no al que yerra. Al que se equivoca hay que procurar entenderlo y ayudarlo para que se corrija y cambie. ¿Somos conscientes de ello?
Un escritor guatemalteco, Julio Fausto Aguilera, decía: “La prisión me posee, pero yo poseo la libertad”. Lech Walesa, quien llegó a ser presidente de Polonia, también dijo: “Siempre soy libre, incluso en prisión. Mis pensamientos, mis sueños y mis aspiraciones no pueden ser destruidos materialmente”. Como sacerdote, me veo urgido a comprometerme más radicalmente en el amor a Dios que se manifiesta en el amor a todo hombre, en especial, al más indigente. ¿Quién más necesitado de esperanza, de justicia, de amor, de verdad, de libertad…que los reclusos? Ellos me dan su confianza, su servicio, su afecto, su sentido del humor, su amistad. He de corresponderles añadiendo a todo eso mi testimonio de fe, aunque sea silencioso. He de esforzarme en que tengan la oportunidad de descubrir el amor de Dios por cada uno. No llevo distintivo externo alguno que me identifique como sacerdote. Pero pronto todos saben que lo soy y como tal me tratan, con respeto, sin clericalismo, sin esos remilgos que tantos te otorgan en la calle. Como sacerdote, he tenido la oportunidad de escuchar en confidencia a algunos reclusos. No son todos, ni mucho menos, como las crónicas periodísticas o las noticias televisivas nos los presentan. Te hablan claro y con claridad les puedes hablar. ¡Cuántas conversaciones que parecerían impensables!
La prisión es ahora mi nuevo campo de acción evangelizadora y pastoral. Aunque sea la primera vez que me enfrento a ella y no haya realizado hasta entonces ningún tipo de experiencia pastoral ni remotamente parecida, sin programaciones ni previas reuniones de preparación, dejo que sea Dios el único guía que me conduzca y me lleve. Entonces, poco a poco, se descubre que en la prisión hay muchas almas que tienen ilusión, sueños, esperanzas. Que quieren comenzar una vida nueva y dejar atrás al hombre viejo. Tenía razón la persona que me escribió invitándome a ser sembrador de alegría y de paz: “…procuramos llevar con nosotros la paz, dondequiera que estemos. De modo que cuando las olas se encrespan, echamos encima de las pasiones nuestras y de las de los demás…un poco de amor… Llevamos la paz y dejamos la paz”.
La oración de San Francisco de Asís que me hacen llegar y que rezo a diario, me da las pautas de actuación.  







¿No es este el mejor modelo de rehabilitación y reinserción? ¿No es el que tanto prisioneros como libres hemos de seguir siempre en nuestras vidas?

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