miércoles, 7 de noviembre de 2012

Diario (22) También hay flores en los Centros Penitenciarios


Una de las particularidades que tiene la prisión, y de la que ningún reportaje suele hacer crónica, es que las apariencias, aquí, no suelen engañar o no lo hacen tanto como fuera.  En las relaciones interpersonales de los reclusos no se parte de la premisa de que el otro es bueno. El acercamiento al otro lleva consigo siempre cierto miramiento, por lo que pueda pasar. Quizás por esto, también, se llegan a descubrir como en ningún otro lugar las virtudes que hay en cada persona.  Y es que, al igual que nadie es tan bueno que no llegue a tener algún defecto, tampoco nadie es tan malo que no tenga al menos una virtud. Phil Bosmans expresa así sus quejas respecto del mundo en el que nos ha tocado vivir:

“¡Dime! ¿Dónde han ido a parar las flores?
¿Dónde están?
¿En el telediario, en los reportajes
y en las conversaciones cotidianas?
Están muertas y ahogadas
bajo una avalancha
de noticias de odio,
de violencia, de homicidios,
de escándalos grandes y pequeños.
Han muerto marchitas en la
cartera de los vendedores de sensacionalismo
y en los labios de los profetas de catástrofes”

 ¡Sí! También hay flores en los Centros Penitenciarios. También aquí hay seres humanos, con sentimientos, con virtudes… personas que, tal vez, un día han cometido el mayor error de su vida, por el que ahora están pagando, pero que están arrepentidos, que quieren cambiar, que mantienen vivo el deseo y la esperanza de que se les vuelva a considerar y a tratar como a una persona. Recuerdo la pregunta de un compañero después de una Misa de domingo: “Edelmiro –me dijo-, yo cuando hay que decir eso de “por mi culpa, por mi culpa…”, continúo diciendo “por mi media culpa” y no “por mi gran culpa”. ¿Hago mal?”. La razón es que sufre una doble condena. De la primera él mismo se inculpó. De la segunda, aunque se declaró inocente, no se le absolvió. Yo le creo. ¿Por qué si no, de un modo tan espontáneo, me iba a decir eso?
 El cabo lleva muchos años en prisión y todavía le quedan unos cuantos más. Es el encargado de que todo funcione bien en la enfermería. El trabajo que realiza le sirve para redimir tiempo ya que está cumpliendo condena por la ley antigua. No obstante, su celo va mucho más allá de lo que es redimir tiempo de condena. Siempre que hay un ingreso, sea la hora que sea, se le requiere para que acomode en una celda al recién llegado y le proporcione lo necesario. Da igual si es o no la hora de comer o cenar. En innumerables ocasiones lo vienen a despertar en medio de la noche. Si hay un problema en algún módulo y es necesario trasladar a un interno a la enfermería, él es, quien con la ayuda de otro interno, si es necesaria, irá a buscarlo para traerlo en camilla o silla de ruedas. Es admirable y digno de elogio el trabajo que realiza y por el que no cobra ninguna asignación.
El griego me quiere llevar a su país. Siempre me recuerda que “allí los curas se casan”. Son ortodoxos. Al capellán no le gustan mucho esas observaciones y, algún día, se molesta al tomar en serio la conversación. El griego es un hombre con un gran sentido del humor. Le gusta provocar a sus oyentes y suscitar polémica. Pero no lo hace con más propósito que el de conversar y reír un poco. A veces es atrevido, como cuando imita a uno de los funcionarios más serios que hace guardia en nuestro modulo. Le llama Pavarotti y cuando se acerca al economato a tomar un café, lo copia con descaro, gesticulando como él y modificando la voz, haciéndote sentir abrumado. Es un forofo de la baraja española y, en especial, de la “escopa” –como dice él para referirse a la escoba-. Se puede pasar buena parte de la mañana o de la tarde jugando, hasta el punto de que tengamos que ser nosotros quienes sirvamos los cafés y atendamos a los clientes. Le encanta hablar de su país, de su familia, de su fe. Espera ansioso la concesión de un permiso para que su esposa pueda venir a visitarlo. Lleva cumplidos dos años de una condena de cuatro. En su chabolo tiene distintos iconos, que reverencia con sentida devoción. Todos los domingos participa en la celebración de la Misa.
El teñido, que comparte chabolo con el griego, tiene setenta años, pero no los aparenta. Entre otras cosas porque se tiñe el pelo de un color tan negro como el alquitrán que no deja que se trasluzca ni una sola cana. Eso hará que, no pocas veces, ironicemos a su cuenta. Además es un hombre que sólo parece ver lo positivo de los demás, por lo que habla bien de todo el mundo, incluidos los funcionarios. Un día se le ocurrió decir que alguien, a quien todo el mundo veía con malos ojos, era muy buena persona. Cuando le replicaron, el arguyó: “pues a mí, siempre que me cruzo con él, me saluda y me da los buenos días”. A partir de entonces, cada vez que llegaba enfadado por haber tenido algún malentendido con un diabólico, le refrescaban el asunto con un: “¿Qué pasa? ¿No te ha dado los buenos días?”. Es una persona educada, y limpia hasta el extremo. Desde que vivimos en la planta superior no se cansa de pasar la mopa por el pasillo. Lo hace varias veces al día por lo que está reluciente como un espejo. Alguna mañana en que mi interno de apoyo y yo nos hemos retrasado, nos apareció con el desayuno en el chabolo. Un día, a solas, me comenta que le gustaría asistir a Misa. Ha enviado instancia en varias ocasiones pero no le han dado respuesta. En eso sí puedo ayudarlo y el domingo siguiente asiste feliz. No deja de darme las gracias cada día.

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