lunes, 5 de noviembre de 2012

Diario (21) Una súplica esperanzada


Entre las muchas cartas que he recibido, una cuyo remitente me es desconocido, me hace saber: "...lo único que quiero es enviarte un abrazo y decirte que no estás solo. Muchos estamos contigo. Dios y muchos hermanos como yo. (...) quiero enviarte ánimo, valor y profundo afecto. ¡Qué difícil es descifrar el lenguaje del profundísimo misterio del dolor! No tengas miedo hermano. Algún día darás profundas gracias a Dios por este dificilísimo trance que te une tanto a Cristo y puede madurarte positivamente si aprendes a vivirlo junto al Señor".
En mi treinta y ocho día de vida carcelaria, durante la oración personal he anotado: "¡Gracias por poder leer y escribir!". Pero, además, cuando todavía estoy comenzando la oración, el ciego me interrumpe para decirme que esta noche he soñado y he gritado "¡Mamá!, ¡Mamá!" y después seguí durmiendo. Decido entonces meditar sobre el amor a María Inmaculada a la luz de las palabras del libro de Van Thuan. Un párrafo me sobrecoge y tomaré cumplida nota: "¡Madre, si ves que ya no voy a poder ser útil a tu Iglesia, concédeme la gracia de consumir mi vida en la prisión. Pero, en cambio, si tú sabes que todavía puedo ser útil a tu Iglesia, concédeme salir de la prisión en un día que sea fiesta tuya!". Él fue liberado un veintiuno de noviembre, fiesta de la Presentación de María en el Templo. Algo en mi interior me empuja a realizar la misma súplica. Pido con fervor por esta intención e invito a otros a que lo hagan conmigo. Me ha animado a esto lo que seguí leyendo: "La primera reacción de un niño que siente miedo, que está en dificultades o sufre, es llamar: "mamá, mamá". Esta palabra lo es todo para el niño".
No creo en la casualidad sino en la Providencia. Dios está dirigiéndose a mí de este modo tan ordinario para manifestarme qué debo hacer, dónde debo poner mi atención, cuál ha de ser mi prioridad. La confianza en Él ha de ser absoluta y radical. En la Cruz nos ha entregado a su Madre como intercesora y mediadora excepcional, como Madre que atenderá con clemencia nuestros ruegos. "Haced lo que Él os diga" (Jn. 2, 5), decía Ella en aquellas bodas en Caná, en las que provocó que su Hijo realizara su primer milagro aquí en la tierra. Es lo que Ella misma hizo siempre en su vida, que se puede resumir en tres palabras -Ecce, Fiat, Magnificat-: "He aquí la esclava del Señor”, "Hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1, 38), "Proclama mi alma la grandeza del Señor" (Lc. 1, 46).
Como las fotografías de mi familia y amigos, también distintas estampas de la Santísima Virgen, y de otros santos, que me hacen llegar por carta, me acompañan en mi estancia. No son amuletos. No idolatro ninguna de esas estampas como tampoco las fotografías de las personas queridas. Son un recordatorio, un reclamo, una invitación a tenerlos presentes no sólo con el corazón sino también a través de los sentidos. Me estimularán a dedicarles, a través de una mirada de cariño, una jaculatoria, un pensamiento, un deseo. ¡Cuántas veces despertarán en mí la esperanza, la ilusión, el afán por seguir adelante a pesar de las dificultades! Son esas santas industrias humanas que ayudan a mantener en el corazón el fuego del amor, que ayudan en la flaqueza y la debilidad a no dejarse llevar de la desgana, la pereza o la tristeza.
Una fotografía de una imagen del Cristo de Vilán, excepcional y entrañable para mí, preside el tablero que se encuentra en la cabecera de mi cama y me hará recitar, muchas veces, una oración especial:

"En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
 pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
 cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
 cuando en la cruz alzado y solo estás?

(. ..) El ímpetu del ruego que traía
 se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
 ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta". Amén
,
 (Himno Vísperas, viernes I semana)

Como recuerda Van Thuan "hay momentos de tristeza infinita. ¿Qué hacer entonces? Mirar a Jesús crucificado y abandonado en la cruz. A los ojos humanos, la vida de Jesús fracasó, fue inútil, frustrada, pero a los ojos de Dios, Jesús en la cruz cumplió la obra más importante de su vida, porque derramó su sangre para salvar al mundo. ¡Qué unido está Jesús a Dios en la cruz, sin poder predicar, curar enfermos, visitar a la gente y hacer milagros, sino en inmovilidad absoluta!".
¡Qué gran consuelo para un obispo, sacerdote o laico en prisión, mirar a Jesús crucificado y abandonado en la cruz! Lo que para muchos es fracaso, para nosotros es victoria. Aquel ladrón del que nos da cuenta el Evangelio ve junto a él a un moribundo coronado de espinas, a un hombre sufriendo una gravísima deshonra, un terrible dolor y una inexplicable humillación. Ve a Jesús ultrajado y malogrado y, sin embargo, reconoce ahí al Señor. "Acuérdate de mí", le dirá. "Hoy estarás conmigo", escuchará. ¿Dónde está el fracaso? La Sangre de Cristo, derramada en esta muerte que parece fracaso, ofrece perdón, reconciliación, justificación. Aquel ladrón que solamente hace un momento podía considerarse derrotado y sin remedio, experimenta ahora la gran alegría de haber ganado el cielo.
¡Sí! Cristo ha comenzado una revolución en la Cruz. Revolución que continúa haciéndose presente cuando sabemos descubrir a Dios en el dolor, en el sufrimiento, en el abandono, en el fracaso... Revolución que continúa haciéndose presente cuando somos capaces de reconocer nuestro propio pecado y limitación y suplicamos al Señor. Entonces, el fracaso se convierte en victoria, la debilidad en fortaleza, el abandono en la compañía más sublime que nunca pudiéramos imaginar. No me priva del dolor y del sufrimiento de la prisión, pero me ayuda a llevarla con mayor dignidad y con la esperanza de que no es el final ni la palabra definitiva sobre mi vida. No me resta la ansiedad que me devora, pero me asegura un anhelo de justicia definitiva e imparcial. ¡Sí! La Cruz de Cristo sigue actuando y renovando a quien se acerca a ella humildemente y alimentando así nuestra vida de ilusión, de alegría, de fortaleza, de amor, de esperanza, de paz.
Las palabras inspiradas de la carta a los Romanos, se perciben de un modo bien distinto: "¿Quién podrá apartamos del amor de Cristo? : ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquél que nos ha amado" (8, 35.37).
El tiempo, que aquí desfila lentamente y ayuda a desarrollarse, fuera parece una autopista entre la cuna y el ataúd. Se vive demasiado aprisa, sin dar lugar a que los acontecimientos dejen poso en el alma. Olvidamos que el tiempo es el espacio para crecer, para llenarse de experiencia y vida, también de fe. Nuestra historia, hoy como ayer, es historia de salvación en la que Dios sigue actuando, sigue manifestándose, sigue dirigiéndonos a cada uno una invitación excepcional y magnífica para que seamos realmente felices.
Como Phil Bosmans, un sacerdote francés, me pregunto: "¿Por qué nunca nadie se echa a reír como un loco... al ver con qué lúgubre seriedad ciertos hombres construyen su importante personaje y se matan por salvar las apariencias?". ¡Cuántas veces se vive de apariencias!
Cuando llega el veintiuno de noviembre, fiesta de la Virgen, sigo en prisión. ¿No seré ya útil a mi Iglesia? Continúo rezando sin perder la fe aunque mi súplica no haya sido atendida y me atrevo a darle un nuevo plazo a mi Santísima Madre: el ocho de diciembre, fiesta de la Inmaculada.
Aunque no merezcamos la gracia y el Amor de Dios, Él nos los regala. Me dejo llevar de lo que el mismo Cristo nos dice en el Evangelio: "Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿Quién de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez le da una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?" (Mt. 7, 7-11).
Un punto de meditación de Forja vendrá a ratificarme en mi empeño: "La primera condición de la oración es la perseverancia; la segunda, la humildad.   - Sé santamente tozudo, con confianza. Piensa que el Señor, cuando le pedimos algo importante, quizá quiere la súplica de muchos años. ¡Insiste! ..., pero insiste con más confianza" (n.535). He de reconocer que humildad me falta, pero perseverancia y, sobre todo, tozudez, seguro que me sobran.
Seguiré empeñado en pedir al Señor a través de la Virgen. Y lo haré teniendo en cuenta la recomendación del Beato Josemaría: "Haz tu amor a la Virgen más vivo, más sobrenatural: - No vayas a Santa María sólo a pedir. ¡Ve también a dar! : a darle afecto; a darle amor para su Hijo divino; a manifestarle ese cariño con obras de servicio al tratar a los demás, que son también hijos suyos" (Forja, n.137)
Haré el propósito de superar la ansiedad y de tratar con más esmero a quienes están a mi alrededor. Hago una lista de pequeños detalles a tener en cuenta:  levantarme con prontitud e ir a buscar a la planta de abajo el desayuno; ayudar a mi interno de apoyo en la limpieza, tarea mucho más difícil por los inconvenientes que me pone; sonreír a quiénes más me cuesta; no quejarme y animar a los demás; luchar porque no me encuentren, por teléfono o en locutorios, triste o angustiado...

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