Esta semana algunos están
alterados. Está previsto que el próximo
viernes, veintitrés de noviembre, se enfrenten, en un partido de fútbol sala,
un equipo de reclusos contra otro formado por seminaristas y sacerdotes. Es una actividad que el capellán viene
realizando desde hace unos años. Enseguida
me plantearán el dilema: “¿de qué lado
estás?”. El licenciado, curtido
en aprovechar la ocasión cuando se le presenta, me ha anotado como jugador en
el equipo de los internos. He de deshacerme en mil y una explicaciones para que
me crea cuando le digo que no tengo ni idea de jugar a fútbol. “¡Es imposible!”, me repite una y otra
vez, “todos los curas juegan al futbol,
eso son excusas para no jugar de nuestro lado”. No me queda otro remedio
que relatarle qué ocurrió la última vez que jugué. Estaba en el Seminario
Menor. Debía tener quince o dieciséis años y, como cada domingo, me obligaron a
jugar un partido a pesar de mi negativa a hacerlo. En el transcurso del
encuentro marqué un gol, sí, pero en propia portería. Y de verdad que no fue
queriendo. Para disuadirse por completo el licenciado
tuvo que preguntar al capellán si era cierto lo que le había contado.
Me parece exagerada la expectación por el partido. Están
soliviantados. Mi interno de apoyo, nerviosísimo al saber que el entrenador cuenta con él, no ha parado
de adiestrarse durante la semana. Hasta se dedica a regatear con el balón las
colillas arrojadas al suelo en el patio del módulo. Él mismo se anima y alaba
su buen juego y bromea diciendo que me va a dejar sin “competencia” porque los va a lesionar a todos.
A mí no me atrae especialmente ese deporte y apenas
conozco a los seminaristas de ahora. Sin embargo, también estoy impaciente
porque llegue el día. El motivo nada tiene que ver con el de mis compañeros de
rejas. El voluntario de Pastoral
Penitenciaria me ha entregado, en mano, un correo. Son dos folios doblados y
grapados. En el que hace de envoltorio aparece escrito mi nombre como
destinatario y el nombre y primer apellido de mi remitente, en un primer
momento, desconocido para mí. ¡Qué sorpresa al leerlo!: “No sé si usted se acordará de mí; me ha dado clase hace cinco años en
el Instituto de Formación Profesional… –siento que el corazón me da un
vuelco- …después le facilitaré mi segundo
apellido y entonces confío que sepa quién soy, pues yo después de estos cinco
años me he acordado muchas veces de usted… Por eso durante todo este tiempo he querido visitarlo pero como no
viajo nada, pues ya se sabe… (…) Yo estoy hoy en el seminario y usted es una de
las tres personas que me ha ayudado a tomar o a plantearme esta alternativa”. No
puedo describir la enorme alegría interior que siento. Para un sacerdote es la mejor
noticia. El Señor nos ha llamado para ser “pescadores
de hombres”. En la situación por la que atravieso supone una satisfacción aún
mayor el descubrir que tu palabra y vida, tu testimonio, ha sido un estímulo para
alguien.
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