viernes, 9 de noviembre de 2012

Diario (24) Un regalo especial


         Esta semana algunos están alterados.  Está previsto que el próximo viernes, veintitrés de noviembre, se enfrenten, en un partido de fútbol sala, un equipo de reclusos contra otro formado por seminaristas y sacerdotes.  Es una actividad que el capellán viene realizando desde hace unos años.  Enseguida me plantearán el dilema: “¿de qué lado estás?”. El licenciado, curtido en aprovechar la ocasión cuando se le presenta, me ha anotado como jugador en el equipo de los internos. He de deshacerme en mil y una explicaciones para que me crea cuando le digo que no tengo ni idea de jugar a fútbol. “¡Es imposible!”, me repite una y otra vez, “todos los curas juegan al futbol, eso son excusas para no jugar de nuestro lado”. No me queda otro remedio que relatarle qué ocurrió la última vez que jugué. Estaba en el Seminario Menor. Debía tener quince o dieciséis años y, como cada domingo, me obligaron a jugar un partido a pesar de mi negativa a hacerlo. En el transcurso del encuentro marqué un gol, sí, pero en propia portería. Y de verdad que no fue queriendo. Para disuadirse por completo el licenciado tuvo que preguntar al capellán si era cierto lo que le había contado.
            Me parece exagerada la expectación por el partido. Están soliviantados. Mi interno de apoyo, nerviosísimo al saber que el entrenador cuenta con él, no ha parado de adiestrarse durante la semana. Hasta se dedica a regatear con el balón las colillas arrojadas al suelo en el patio del módulo. Él mismo se anima y alaba su buen juego y bromea diciendo que me va a dejar sin “competencia” porque los va a lesionar a todos.  
            A mí no me atrae especialmente ese deporte y apenas conozco a los seminaristas de ahora. Sin embargo, también estoy impaciente porque llegue el día. El motivo nada tiene que ver con el de mis compañeros de rejas. El voluntario de  Pastoral Penitenciaria me ha entregado, en mano, un correo. Son dos folios doblados y grapados. En el que hace de envoltorio aparece escrito mi nombre como destinatario y el nombre y primer apellido de mi remitente, en un primer momento, desconocido para mí. ¡Qué sorpresa al leerlo!: “No sé si usted se acordará de mí; me ha dado clase hace cinco años en el Instituto de Formación Profesional… –siento que el corazón me da un vuelco- …después le facilitaré mi segundo apellido y entonces confío que sepa quién soy, pues yo después de estos cinco años me he acordado muchas veces de usted… Por eso durante todo este tiempo he querido visitarlo pero como no viajo nada, pues ya se sabe… (…) Yo estoy hoy en el seminario y usted es una de las tres personas que me ha ayudado a tomar o a plantearme esta alternativa”. No puedo describir la enorme alegría interior que siento. Para un sacerdote es la mejor noticia. El Señor nos ha llamado para ser “pescadores de hombres”. En la situación por la que atravieso supone una satisfacción aún mayor el descubrir que tu palabra y vida, tu testimonio, ha sido un estímulo para alguien.

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