jueves, 8 de noviembre de 2012

Diario (23) La Audiencia delibera sobre la libertad


            No estoy en libertad.  Sin embargo, el veintiuno de noviembre se hace pública la noticia de que la Sala de la Audiencia Provincial va a decidir sobre esta cuestión en los próximos días.  Algunos diarios informan sobre el asunto. Un verdadero despliegue informativo una vez más. La acusación, según comunica la prensa, se opone a mi libertad argumentando que puede existir peligro de reiteración delictiva, de destrucción de pruebas y, añade, puede sustraerse a la acción de la justicia.
            ¿Sustraerme a la acción de la justicia? He tenido ocasión, a lo largo de seis meses, de poder huir, incluso a otro país. Se me llegó a proponer. Y el que lo hizo se ha llegado a molestar conmigo por no aceptar tal propuesta. Pero, ¿qué sentido tendría? Cuando lo que se persigue no es sino la verdad, no tiene sentido sustraerse a ninguna acción de la justicia. El huir únicamente podría significar una culpa que no existe. ¿Cómo va a mantenerse entonces el supuesto peligro de una reiteración delictiva? ¿Qué pruebas se pueden destruir  si la acusación se basa en el testimonio incriminatorio de las víctimas? Ni siquiera existen lo que se dan en llamar “corroboraciones periféricas de carácter objetivo que lo doten de aptitud probatoria, de manera que el propio hecho de la existencia del delito esté apoyado en algún dato añadido a la pura manifestación subjetiva”.
            Mi familia está esperanzada y mantiene la ilusión de verme muy pronto en libertad. Yo, por los acaecimientos vividos desde marzo, me mantengo escéptico. Rezo porque haya una resolución favorable y solicito oraciones a los cientos de personas que me escriben. Subyugado por una ansiedad que trata de devorarme, procuro regir mi vida de presidio con el mismo orden con el que lo he venido haciendo. Me prodigo un poco más, eso sí, en la atención del economato, mientras el griego juega a la “escopa”, y mantengo largas conversaciones con un recluso que se me acaba de presentar y me dice que su familia vive en una de las parroquias donde me han denunciado. Me hará partícipe de su historia personal, me enseñará fotografías de su familia, compartirá conmigo sus cintas de Silvio Rodríguez…Con él será con quien, por vez primera, salga a pasear por el patio rodeado de altos muros que se rematan en cierres de alambres espinados.
            Mis compañeros de residencia se alegran de que esté en marcha mi posible puesta en libertad y me animan y confortan. Aseveran sin titubeos: “comerás el turrón en casa”. Me gustaría que fuera cierto. Y que también ellos, al menos alguno de ellos, pudieran hacerlo. Hay algo que me llama la atención.  Quienes más trabajan y mejor se comportan son los que menos beneficios penitenciarios obtienen. Al entrenador acaba de llegarle una resolución denegándole el permiso solicitado a pesar de que, reconoce, “mantiene el orden establecido, se muestra colaborador y tiene apoyos familiares”, requisitos imprescindibles para disfrutar de permisos de salida. Esto hará que, en ocasiones, se sientan desalentados. Y más si tenemos en cuenta que a otros reclusos, que en absoluto cumplen tales requisitos, se les aprueban.
            En numerosas ocasiones los oigo quejarse sobre la arbitrariedad con que se conceden los beneficios penitenciarios. También hablan de la cuestión que se plantea con la nueva ley que obliga a cumplir íntegramente las penas y de quién va a desarrollar los trabajos que, hasta ahora, realizan quienes redimen tiempo de condena. “¿Alguien que sufra la privación de libertad va a tener que molestarse en trabajar a cambio de nada?”, cuestionan.
            Mi interno de apoyo se crispa cada vez que se tocan esos temas. No me extraña. Yo, que tengo ocasión de convivir las casi veinticuatro horas junto a él, veo el interés y empeño que pone en todo lo que hace. Desde la limpieza de los despachos y consultas médicas hasta la del propio chabolo, sin descuidar la atención que debe dedicarnos al ciego y a mí. Hay quien, aún encima, lo achicharra comparándolo con otro interno de apoyo, el peluquero, a quien sí le conceden permisos a pesar de no ser muy solícito en sus tareas y de que sea frecuente verlo “empastillado”. Además, cada vez que regresa de un permiso, no está todo lo sobrio que cabría esperar. Cuando es el ciego quien tortura a mi interno de apoyo con tales disquisiciones pronto lo calla, amenazándole con pedirle al cabo que lo cambie porque de su chabolo todos se van, “ainda que sexa cos pes por diante”.
            A uno de los internos le ha fallecido una hermana. Se sienta a comer conmigo y me pide que ofrezca la Misa por ella. Le advierto que puedo aplicarla pero que él no va a poder asistir. No les está permitido. Los domingos, antes de la celebración que preside el capellán y a la que asisten los internos autorizados, celebro acompañado de un voluntario y del recluso que se encarga de la sacristía. Los demás días, el sacristán me prepara y, a veces, concelebramos el capellán y yo. Para que pueda asistir solicitaremos una autorización y el capellán ofrecerá la Misa del domingo en sufragio por el alma de su hermana. Al final, la mayor parte de internos que asisten a la Misa dominical, son de enfermería. Alguno de otro módulo llegará a decir que son los “enchufados” porque yo intercedo por ellos.
            Acudir a Misa el domingo es todo un acontecimiento en prisión. Aparte de lo que supone por el significado religioso tiene un componente añadido. Salir del propio módulo, tener ocasión de encontrarse con internos e internas de otros módulos, rompe la rutina diaria. Todos acuden con sus mejores galas. Recuerdo que en mi primer domingo un interno me llamó la atención por mi atuendo –iba en chándal- y me hizo ir de vuelta al chabolo para cambiarme. “Parece mentira en usted, ¡todo un sacerdote!” –me amonestó-. Lo cierto es que me habían recomendado vestir con comodidad y procurando pasar desapercibido, como uno más. Claro, los domingos, ir como uno más significa engalanarse. 

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