domingo, 18 de noviembre de 2012

Diario (33) La vida continúa


Con no pocas dificultades y recaídas anímicas la vida continúa. Una vida claramente distinta a la anterior. Las navidades están próximas. Estas fiestas entrañables para casi todo el mundo, se convertirán, por primera vez para mi, en una experiencia que me llena de melancolía y me hace romper a llorar en innumerables ocasiones. Cuando creía haber perdido ya  la capacidad de emoción y me consideraba incapaz de derramar una sola lágrima más, estas fiestas, en especial la celebración del fin del fatídico año 2.001 y del comienzo del 2.002, me causó una inevitable e incontenible agitación. "¡Feliz año nuevo 2.002!" ¿Feliz? Al repique de cada campanada no puedo dejar de pensar en qué sobresaltos deparará para mí el nuevo año.
Comienzo este nuevo período de mi vida aislado de aquellas personas a las que más he tratado en los últimos años. Aunque se me ha prohibido acudir a las parroquias donde desarrollé los últimos años mi labor pastoral, mi abogado me aconseja que tampoco vaya a las anteriores. Me indica, además, que evite el contacto con aquellas personas que puedan prestar declaración en el futuro juicio como testigos de mi inocencia. Me siento, entonces, prácticamente aislado, prisionero. No puedo mantener contacto con quienes durante años he tratado y con quienes he logrado alcanzar una relación de amistad. ¡Sí! Tengo a mi familia y a unos pocos amigos que no prestarán declaración. El círculo de mis relaciones se ve drásticamente reducido. Estoy en libertad, pero ¿qué clase de libertad es esta?
La vida sigue, sí, pero no sigue igual, como dice la canción. Ni siquiera remotamente parecida. Mientras el psiquiatra que me atiende desde el diez de diciembre me recomienda ocuparme, distraerme, ampliar el círculo de mis relaciones; el abogado que se encarga de mi defensa me recomienda no ejercer públicamente mi ministerio, evitar las relaciones sociales y procurar ser lo más discreto posible. Solicito permiso para acudir a Madrid, a casa de un amigo sacerdote, dónde poder animarme y tratar de reponerme, pero se me niega por parte de la Audiencia. Mi vida se convertirá en una especie de aislamiento que me sumirá en la desesperación.
Quico Tomás-Valiente y Paco Pardo, en la "Antología del disparate judicial", dicen: "...de la resignación estoica que no le cuenten nada a los que padecen la lentitud de tortuga de los tribunales españoles" (pg. 139). Esta lentitud consume día a día a quien la padece, de tal modo que se le puede aplicar el dicho vietnamita referido a un día en prisión, un día a la espera de un juicio, es como mil otoños que te van deshojando, envejeciendo, robándote la alegría de vivir y la esperanza.
En el citado libro se refiere: "Respecto a los disparates judiciales, hemos querido situar en el contexto de la lentitud de la justicia algunos ejemplos de equivocaciones de los tribunales, muchos de ellos con consecuencias terribles para ciudadanos inocentes, incluida la privación de libertad.
No haremos un estudio de los llamados errores judiciales. Casi siempre se deben no tanto a jueces disparatados como a la suma de circunstancias que prestan engañosa apariencia de pruebas o indicios. A veces puede apuntarse a una mala investigación policial, otras a falsos testimonios acusatorios, las más a errores burocráticos y también por funcionarios de la Administración, incluidos los togados. La lista de este tipo de lamentables situaciones sería interminable: personas encarceladas porque se confunde su identidad con la del sospechoso, indicios de dudosa credibilidad que conducen a prisión preventiva a un inocente, embargos de viviendas o inhabilitaciones profesionales sin ton ni son..." (pg.140)
Me cuento entre esos ciudadanos que sufren la "cojera" de la justicia, no sólo por su lentitud, también por los falsos testimonios acusatorios presentados, con indicios de dudosa credibilidad, que me han conducido a prisión preventiva y, ahora, me dejan en la práctica inhabilitado para el ejercicio de mi profesión docente y el desarrollo de mi ministerio. ¿Cuándo se pondrá fin a esta terrible odisea en la que me veo involucrado y a la que cualquiera se puede ver sometido cuando menos lo espera?
El día cuatro de marzo de dos mil dos escribo en mi diario: "Ha llegado el momento que tanto temía. ...no tengo ánimo para hacer nada. Mi fe vuelve a tambalearse como antaño. La Luz que parecía haberse encendido permanece, ahora, oculta por las tinieblas que la ahogan.
Va a hacer un año ya este mismo mes. Ha habido altos y bajos. Hoy, es uno de esos días en los que la moral está por los suelos. ¿Qué hacer? ¿Rezar? No tengo ganas. ¿Llorar? Se me han secado las lágrimas. ¿Llamar a alguien con quien charlar? No quiero molestar...
Mi vida me parece cada día más vacía. Se inclina hacia un abismo del que no doy salido. ¿Soy libre? Estoy en libertad provisional. Muchos, tal vez, envidiarían esta situación. Yo, me siento prisionero. Escribir es lo único que me ayuda. Quizás porque es el único modo que encuentro para enfrentarme conmigo mismo y, quién sabe, para dirigirme a Dios"
No, la vida no es igual para mí. Todo este proceso ha marcado un antes y un después. Quienes me tratan y me conocen bien lo saben. No soy aquel sacerdote alegre, con energía desbordante, dispuesto a comerse el mundo y a enfrentarse a lo que fuera preciso. La tristeza, aunque es "aliada del enemigo", como suelen recordar los autores espirituales, se apodera de mí. Qué pensaran esas personas que, en la parroquia de un compañero de curso, a treinta kilómetros de Vigo, me ven celebrar la Santa Misa como a escondidas, triste, sin dirigirme a ellos ni antes ni después de la celebración, manteniendo siempre esa distancia respetuosa y seria que intimida a quien tenga la tentación de acercarse a preguntar algo. Soy yo, ahora, quien ve con recelo a todos, especialmente a esos jóvenes, generosos y alegres, que colaboran con mi compañero en las celebraciones litúrgicas.
Muchos son los que me han felicitado por el valor demostrado hasta el momento. ¿Podrán seguir haciéndolo? Un año es mucho tiempo. Ordinariamente, suele pasar a una velocidad vertiginosa, sin darnos espacio para disfrutar el momento. Esta vez, parece que el tren del tiempo se haya detenido en una estación -terrible, por cierto- y no pueda reemprender de nuevo su marcha a la acostumbrada celeridad. La espera se hace larga, muy larga, tediosa, angustiosa. Un día es igual a otro día. Hoy fue como ayer, y mañana será como hoy. ¿Qué rumbo seguir? ¿Dónde encontrar la rosa de los vientos que guíe la nave de mi vida en medio de esta turbulenta tempestad?
Con Job, el santo de la paciencia, me atrevo a preguntar ante el Altísimo:
"¿Cuál es mi fuerza para que aún espere?
¿Qué fin me espera para que aguante mi alma?
¿Es mi fuerza la fuerza de la roca?
¿Es mi carne de bronce?
¿No está mi apoyo en una nada?
¿No se me ha ido lejos toda ayuda?
 Me han defraudado mis hermanos lo mismo que un torrente,
igual que el lecho de torrentes que pasan:
turbios van de aguas de hielo,
sobre ellos se disuelve la nieve;
pero en tiempo de estiaje se evaporan,
en cuanto hace calor se extinguen en su lecho"
¡Sí! Me siento sin fuerza, sin apoyo, sin ayuda. Mi carne envejece inútilmente. Creo que han conseguido derrotarme y que no seré capaz de levantarme. Todo mi ser se tambalea. Miro al pasado esperando un futuro incierto mientras se me escapa el presente. ¡Qué enorme impotencia! ¡Qué días aciagos! Y ni siquiera la rabia me hace estallar. ¿Sigo siendo yo? Me lo pregunto. No reconozco a quien miro en el espejo. Mi rostro aparece desdibujado por la tristeza, el cansancio, la falta de esperanza. Me siento desfallecer. ¿Han ganado la batalla?

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