Con no pocas dificultades y recaídas
anímicas la vida continúa. Una vida claramente distinta a la anterior. Las
navidades están próximas. Estas fiestas entrañables para casi todo el mundo, se
convertirán, por primera vez para mi, en una experiencia que me llena de
melancolía y me hace romper a llorar en innumerables ocasiones. Cuando creía
haber perdido ya la capacidad de emoción
y me consideraba incapaz de derramar una sola lágrima más, estas fiestas, en
especial la celebración del fin del fatídico año 2.001 y del comienzo del
2.002, me causó una inevitable e incontenible agitación. "¡Feliz año
nuevo 2.002!" ¿Feliz? Al repique de cada campanada no puedo dejar de
pensar en qué sobresaltos deparará para mí el nuevo año.
Comienzo este nuevo período de mi vida
aislado de aquellas personas a las que más he tratado en los últimos años.
Aunque se me ha prohibido acudir a las parroquias donde desarrollé los últimos
años mi labor pastoral, mi abogado me aconseja que tampoco vaya a las anteriores.
Me indica, además, que evite el contacto con aquellas personas que puedan
prestar declaración en el futuro juicio como testigos de mi inocencia. Me
siento, entonces, prácticamente aislado, prisionero. No puedo mantener contacto
con quienes durante años he tratado y con quienes he logrado alcanzar una relación
de amistad. ¡Sí! Tengo a mi familia y a unos pocos amigos que no prestarán
declaración. El círculo de mis relaciones se ve drásticamente reducido. Estoy
en libertad, pero ¿qué clase de libertad es esta?
La vida sigue, sí, pero no sigue igual,
como dice la canción. Ni siquiera remotamente parecida. Mientras el psiquiatra
que me atiende desde el diez de diciembre me recomienda ocuparme, distraerme,
ampliar el círculo de mis relaciones; el abogado que se encarga de mi defensa
me recomienda no ejercer públicamente mi ministerio, evitar las relaciones
sociales y procurar ser lo más discreto posible. Solicito permiso para acudir a
Madrid, a casa de un amigo sacerdote, dónde poder animarme y tratar de
reponerme, pero se me niega por parte de la Audiencia. Mi vida se convertirá en
una especie de aislamiento que me sumirá en la desesperación.
Quico Tomás-Valiente y Paco Pardo, en
la "Antología del disparate judicial", dicen: "...de
la resignación estoica que no le cuenten nada a los que padecen la lentitud de
tortuga de los tribunales españoles" (pg. 139). Esta lentitud consume
día a día a quien la padece, de tal modo que se le puede aplicar el dicho
vietnamita referido a un día en prisión, un día a la espera de un juicio,
es como mil otoños que te van deshojando, envejeciendo, robándote la alegría de
vivir y la esperanza.
En el citado libro se refiere: "Respecto
a los disparates judiciales, hemos querido situar en el contexto de la lentitud
de la justicia algunos ejemplos de equivocaciones de los tribunales, muchos de
ellos con consecuencias terribles para ciudadanos inocentes, incluida la
privación de libertad.
No haremos un estudio de los llamados
errores judiciales. Casi siempre se deben no tanto a jueces disparatados como a
la suma de circunstancias que prestan engañosa apariencia de pruebas o
indicios. A veces puede apuntarse a una mala investigación policial, otras a
falsos testimonios acusatorios, las más a errores burocráticos y también por funcionarios
de la Administración, incluidos los togados. La lista de este tipo de
lamentables situaciones sería interminable: personas encarceladas porque se
confunde su identidad con la del sospechoso, indicios de dudosa credibilidad
que conducen a prisión preventiva a un inocente, embargos de viviendas o
inhabilitaciones profesionales sin ton ni son..." (pg.140)
Me cuento entre esos ciudadanos que
sufren la "cojera" de la justicia, no sólo por su lentitud,
también por los falsos testimonios acusatorios presentados, con indicios de dudosa credibilidad, que me
han conducido a prisión preventiva y, ahora, me dejan en la práctica
inhabilitado para el ejercicio de mi profesión docente y el desarrollo de mi
ministerio. ¿Cuándo se pondrá fin a esta terrible odisea en la que me veo involucrado
y a la que cualquiera se puede ver sometido cuando menos lo espera?
El día cuatro de marzo de dos mil dos escribo
en mi diario: "Ha llegado el momento que tanto temía. ...no tengo ánimo
para hacer nada. Mi fe vuelve a tambalearse como antaño. La Luz que parecía haberse encendido
permanece, ahora, oculta por las tinieblas que la ahogan.
Va
a hacer un año ya este mismo mes. Ha habido altos y bajos. Hoy, es uno de
esos días en los que la moral está
por los suelos. ¿Qué hacer? ¿Rezar? No
tengo ganas. ¿Llorar? Se me han secado las lágrimas. ¿Llamar a alguien con quien charlar? No quiero
molestar...
Mi
vida me parece cada día más vacía. Se
inclina hacia un abismo del que
no doy salido. ¿Soy libre?
Estoy en libertad provisional.
Muchos, tal vez, envidiarían esta situación. Yo, me siento prisionero. Escribir
es lo único que me ayuda.
Quizás porque es el único modo
que encuentro para enfrentarme conmigo mismo y, quién sabe, para dirigirme a Dios"
No, la vida no es igual para mí. Todo
este proceso ha marcado un antes y un después. Quienes me tratan y me conocen
bien lo saben. No soy aquel sacerdote alegre, con energía desbordante,
dispuesto a comerse el mundo y a enfrentarse a lo que fuera preciso. La
tristeza, aunque es "aliada del enemigo", como suelen recordar
los autores espirituales, se apodera de mí. Qué pensaran esas personas que, en
la parroquia de un compañero de curso, a treinta kilómetros de Vigo, me ven
celebrar la Santa Misa como a escondidas, triste, sin dirigirme a ellos ni
antes ni después de la celebración, manteniendo siempre esa distancia
respetuosa y seria que intimida a quien tenga la tentación de acercarse a
preguntar algo. Soy yo, ahora, quien ve con recelo a todos, especialmente a
esos jóvenes, generosos y alegres, que colaboran con mi compañero en las
celebraciones litúrgicas.
Muchos son los que me han felicitado
por el valor demostrado hasta el momento. ¿Podrán seguir haciéndolo? Un año es
mucho tiempo. Ordinariamente, suele pasar a una velocidad vertiginosa, sin darnos
espacio para disfrutar el momento. Esta vez, parece que el tren del tiempo se
haya detenido en una estación -terrible, por cierto- y no pueda reemprender de
nuevo su marcha a la acostumbrada celeridad. La espera se hace larga, muy
larga, tediosa, angustiosa. Un día es igual a otro día. Hoy fue como ayer, y mañana será
como hoy. ¿Qué rumbo seguir? ¿Dónde encontrar la rosa de los vientos que guíe
la nave de mi vida en medio de esta turbulenta tempestad?
Con Job, el santo de la paciencia, me
atrevo a preguntar ante el Altísimo:
"¿Cuál
es mi fuerza para que aún espere?
¿Qué
fin me espera para que aguante mi alma?
¿Es
mi fuerza la fuerza de la roca?
¿Es
mi carne de bronce?
¿No
está mi apoyo en una nada?
¿No
se me ha ido lejos toda ayuda?
Me
han defraudado mis hermanos lo mismo que un torrente,
igual
que el lecho de torrentes que pasan:
turbios
van de aguas de hielo,
sobre
ellos se disuelve la nieve;
pero
en tiempo de estiaje se evaporan,
en
cuanto hace calor se extinguen en su lecho"
¡Sí! Me siento sin fuerza, sin apoyo,
sin ayuda. Mi carne envejece inútilmente. Creo que han conseguido derrotarme y
que no seré capaz de levantarme. Todo mi ser se tambalea. Miro al pasado
esperando un futuro incierto mientras se me escapa el presente. ¡Qué enorme
impotencia! ¡Qué días aciagos! Y ni siquiera la rabia me hace estallar. ¿Sigo
siendo yo? Me lo pregunto. No reconozco a quien miro en el espejo. Mi rostro
aparece desdibujado por la tristeza, el cansancio, la falta de esperanza. Me
siento desfallecer. ¿Han ganado la batalla?
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